Opinión

Cuando la indignación se quedó sin proyecto

Foto : Andrés Pérez. Andres Perez

Han pasado seis años desde el estallido social y todavía no terminamos de entenderlo. Fue un reclamo por dignidad, sí, pero también un síntoma de frustración. Lo que estalló no fue solo la desigualdad, sino la sensación de que el esfuerzo ya no alcanzaba, de que las instituciones no respondían y de que la promesa de progreso se estaba incumpliendo.

Durante mucho tiempo, Chile creyó que estaba en camino a ser un país desarrollado. Esa idea era movilizadora, daba sentido a algo más profundo, la certeza de que existía un propósito común, de que cada generación podría estar un poco mejor que la anterior. Ese relato se rompió en 2019. Desde entonces, no hemos sido capaces de reemplazarlo por otro.

Pero ese quiebre no surgió de la nada. Entre otras cosas, la clase política se fue desconectando de las preocupaciones de las personas, incapaz de advertir que el acceso al consumo —que durante años fue símbolo de progreso— empezaba a volverse cuesta arriba. El mérito dejó de garantizar movilidad, el esfuerzo ya no rendía frutos y la sensación de estar siempre al borde del retroceso se instaló con fuerza. Esa fractura entre esfuerzo y recompensa fue el primer aviso de que algo más profundo se estaba quebrando.

Esa desconexión, cuando se combina con fallas institucionales, adquiere rostro concreto. Casos como el reciente error en el cálculo de las tarifas eléctricas muestran por qué la confianza se resquebraja. No se trata solo de una cifra mal ajustada: es el reflejo de un Estado que no ejerce con rigor su función de control, de empresas que parecen distantes de la ciudadanía y de autoridades que reaccionan tarde. Cuando errores de esta magnitud se traducen en alzas que afectan a millones de hogares, la sensación de abuso o desprotección se reactiva. Así, más allá de la caricatura reduccionista que encierra la expresión “estallido delictual”, es necesario reconocer que existen causas atendibles en el malestar social que no pueden ser ignoradas.

El estallido dejó traumas evidentes: miedo a la violencia, desconfianza en la política, fractura entre élites y ciudadanía. Pero también dejó una herida más silenciosa: la pérdida de sentido colectivo. Hoy la discusión pública parece atrapada entre la nostalgia y el resentimiento. Y mientras tanto, el país se estanca.

Seis años después, lo urgente no es reabrir la disputa sobre quién tuvo razón en octubre de 2019 o quien interpretó mejor lo que alli ocurría, sino preguntarnos si tenemos un rumbo, si todavía creemos en algo más que administrar el desencanto.

En la actual coyuntura electoral, la conversación sobre desarrollo parece quedar relegada, no se habla de productividad, inversión o empleo con la misma fuerza con que se promete “orden”, o “castigo”. Esa es, quizá, la señal más preocupante: una política que deja de ofrecer futuro y se especializa en administrar la decepción.

La confianza se pierde no solo por la corrupción o la violencia, sino también por la suma de torpezas, negligencias y silencios que confirman la idea de que poco se cuida lo común. Recuperar el rumbo implica también volver a cuidar las instituciones, porque cuando fallan, lo que se resiente es el contrato de confianza que sostiene la democracia.

El estallido nos mostró todo lo que falló. Pero no puede ser el punto de partida eterno de nuestra política. No podemos seguir midiendo todo por esa fractura, ni tampoco vivir instalados en la queja o en la culpa.

Por Natalia Piergentili, directora de Asuntos Públicos, Feedback.

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