Opinión

El ataque del dictador Bukele

Hace dos años, fui a El Salvador para reportear la “guerra contra las pandillas” del régimen de Nayib Bukele.

Pude constatar sus éxitos, en barrios antes tomados por las violentas maras en que los vecinos volvían a salir a la calle sin miedo a los balazos y las extorsiones.

Y también sus costos, con decenas de miles de salvadoreños encarcelados sin pruebas ni derecho a defensa, enviados a la cárcel por “delitos” tales como tener un tatuaje o haber sido “señalados” (denunciados) anónimamente.

Entrevisté a Ruth López, directora de la Unidad de Anticorrupción y Justicia de Cristosal, una ONG fundada por obispos anglicanos en 2001 y reconocida mundialmente por su defensa de los derechos humanos en América Central.

Su diligente labor me hizo pensar en la Vicaría de la Solidaridad chilena. Tal como ellos, Ruth y sus colegas hacen un trabajo de hormigas, recopilando uno a uno los casos de personas encarceladas.

Es un esfuerzo hercúleo: la Fiscalía, la justicia y la policía son dóciles instrumentos del régimen. Los jueces declaran “legales” los arrestos en audiencias telemáticas en que comparecen decenas o cientos de presos a la vez, y en que los fiscales presentan un mismo cargo genérico para todos. Según las normas del régimen de excepción, las personas quedan encarceladas indefinidamente.

El gobierno reconoce que ocho mil de los arrestados eran inocentes, y los ha liberado después de meses o años en el infierno. Cristosal ha probado la muerte de cerca de 400 personas dentro de las cárceles, muchos de ellos con signos de tortura, contra los que jamás se presentó una acusación ni se les llevó a juicio. Fueron arrestados como inocentes, y murieron como inocentes.

Otros muchos, cerca de 85 mil, siguen en las cárceles. Algunos de ellos son peligrosos delincuentes, otros no. Algunos son miembros de las maras, otros no. En El Salvador de Bukele, eso es irrelevante. Si el régimen decide que vayas a la cárcel, estarás allí hasta que el régimen decida sacarte. O hasta que la muerte se encargue.

Ruth sabía que su trabajo era de alto riesgo. Sabía que ella misma estaba en peligro de convertirse en otro de esos miles de casos que documentaba. Pero confiaba, según me dijo ese día en su oficina de San Salvador, que el prestigio internacional de Cristosal podía protegerla a ella y su equipo.

Así fue, hasta ahora. El domingo 18 de mayo, a las 11 de la noche, una patrulla policial llegó a su casa pidiendo hablar con ella por un accidente de tránsito. Era un engaño. Cuando salió, la arrestaron.

Al momento de escribir estas líneas, Ruth está por cumplir una semana desaparecida. Ni su familia ni su abogado han podido saber dónde está, hablar con ella ni conocer su estado de salud.

Como es habitual, no hay cargos ni derecho a defensa. La Fiscalía se limitó a postear en redes sociales diciendo que se la acusa de peculado (robo de fondos públicos).

El arresto de Ruth es parte de la escalada represiva desatada por el régimen de Bukele en los últimos días. Han sido capturados líderes sociales, ambientalistas y empresarios. El martes, Bukele envió e hizo aprobar por el Congreso, en 84 minutos de tramitación, una “Ley de Agentes Extranjeros” que le permite dictaminar qué organizaciones no gubernamentales y qué medios de comunicación pueden trabajar o no en el país.

Es que Ruth López es peligrosa, porque no sólo investiga el arresto de ciudadanos inocentes. También descubrió y denunció públicamente quince casos de corrupción en las altas esferas del régimen.

Los periodistas de El Faro, también perseguidos, vienen denunciando la corrupción de todos los gobiernos salvadoreños hace años, y también la de Bukele. Han comprobado, por ejemplo, que la familia presidencial se ha convertido en terrateniente durante su mandato, comprando 16 inmuebles y cientos de hectáreas por un valor de más de 9 millones de dólares. Bajo el régimen de excepción, todos los datos sobre el patrimonio presidencial son secretos.

Con Bukele pasa lo que ocurre con todos los dictadores. Los “dictadores honestos” no existen.

Pero, un momento. ¿Cómo es posible que se llame dictador a Bukele, si es muy popular entre los salvadoreños (y en el resto del mundo también)?

La democracia es el gobierno del pueblo. Por lo tanto, si alguien ejerce el poder con el consentimiento mayoritario de ese pueblo, es un gobernante democrático. ¿O no?

Rotundamente: no.

En una democracia liberal, la mayoría gobierna, pero respetando fronteras claras: su poder es limitado, existe separación de poderes, y los derechos ciudadanos están garantizados sin importar que la mayoría quiera violarlos.

Una serie de derechos (a la vida, a la libertad, a la igualdad ante la ley, a la libre expresión, etcétera) se consideran inmanentes a cada ser humano, no son objeto de votación, y ninguna mayoría los puede conculcar.

Por lo tanto, cuando Bukele arresta a miles de personas sin cargos ni derecho a defensa, está actuando como un dictador. Y lo es aun si la mayoría de sus compatriotas apoyara esas medidas.

Lo mismo ocurre con el respeto a los límites del poder. Si un líder, apoyado por la mayoría del pueblo, viola la separación de poderes, usurpa las funciones del Congreso o los tribunales, y se perpetúa ilegalmente en el poder, entonces se convierte en un dictador.

Un dictador popular, al menos por ahora. Pero un dictador de todos modos.

Y así lo hizo Bukele al destruir todos los límites a su poder y reelegirse para un segundo período, violando la prohibición explícita de la Constitución.

Bukele se jacta de liderar la primera “democracia de partido único” del mundo, y de ser un “dictador cool”. Pero sus acciones demuestran que es un dictador como cualquier otro. Su “Ley de Agentes Extranjeros” es una copia casi exacta de la usada por el tirano de Nicaragua, Daniel Ortega, para reprimir a los críticos.

Ortega se proclama de izquierda. Bukele es idolatrado por la derecha. Da lo mismo. Los dictadores son todos iguales. Sus métodos y sus ambiciones son idénticas: concentrar el poder total, reprimir a los críticos, enriquecerse y perpetuarse en el mando.

Para ello, usan la popularidad de la que gozan al principio de sus mandatos. Pero en algún momento esa tiranía de la mayoría se convierte en tiranía de la minoría. Cuando el líder pierde apoyo, ya es demasiado tarde para desalojarlo de ese poder total.

“Cool” o no, el dictador ya ha silenciado a todos los que se le opongan. Es la historia de las dictaduras, que El Salvador nos vuelve a recordar en estos días.

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