
El mundo de ayer

El Mundo de ayer de Stefan Zweig es uno de los mejores retratos de la Europa de entreguerras. Si bien el libro se inicia en las décadas finales del siglo XIX, la infancia de Zweig transcurrió en las postrimerías del Imperio austrohúngaro, cuando Viena era una de las capitales mundiales del arte y la ciencia, la historia se centra en las fatídicas décadas de 1920 y 1930, periodo en que la humanidad alcanzó sus máximas cotas de delirio.
La pluma del escritor austríaco, en ese entonces el más leído y traducido, registra con maestría cómo Europa se fue sumiendo en las tinieblas. Luego de la Primera Guerra se pensaba que vendría una era de armonía y prosperidad. El nuevo orden estaría regido por sistemas democráticos, la reconstrucción tras el conflicto daría impulso a las alicaídas economías, y los afanes expansionistas de las potencias serían contenidos por la Liga de las Naciones, nuevo ente que aseguraría la paz mundial.
Sin embargo, ese ideal –el mundo de la seguridad, como le llamó Zweig– se derrumbó en pocos años. La historia es conocida. Las nacientes democracias, incapaces de resolver las necesidades de la posguerra, fueron rápidamente superadas por ideologías totalitarias. Y Europa y el mundo se enfrascaron en una nueva guerra, aún más violenta y brutal, que mostró cuán bestial puede ser la naturaleza humana cuando las reglas se disuelven.
No pocos advierten las semejanzas entre la era actual y el periodo de entreguerras: debilitamiento generalizado de la democracia (según Freedom House, ya son 19 años consecutivos de retrocesos), deterioro del estatus económico de las nuevas generaciones, aparición de liderazgos iliberales con tendencias autoritarias, resurgimiento de los afanes expansionistas de algunas potencias, e incluso el impacto del cambio tecnológico (hace 100 años la radio y el cine fueron fundamentales para la propaganda nazi; hoy, los aspirantes a dictadores aprovechan las redes sociales y los algoritmos para difundir sus fake news).
Dos factores serán determinantes para lo que venga. El primero es EE.UU., cuna de la democracia, cuyo presidente tiene bajo asedio a todo aquel que se le ponga al frente –medios de comunicación, universidades, la Reserva Federal, exaliados y opositores–. Si dicha estrategia prospera, mayores serán los riesgos. No hay que olvidar que en ambos conflictos mundiales Estados Unidos desempeñó un papel crucial. El segundo es la invasión rusa de Ucrania, que ya ha cobrado cerca de 400 mil vidas. Si Occidente no logra contenerla con éxito, si no se le pone atajo a Putin, es probable que China, Corea del Norte, Turquía y varios más se sientan tentados a imitarlo (razón más que suficiente para seguir apoyando al valeroso pueblo ucraniano).
¿Tiene todo esto relevancia para Chile? Poca y mucha. Poca, porque nuestro rol en el concierto global es minúsculo. Es más, las bravatas del presidente Boric con Donald Trump solo restan espacio a la escasa influencia que ya tenemos.
Sin embargo, el tema hay que tomárselo en serio. Acá también estamos enfrentando un fuerte desapego con la democracia, también llevamos un largo periodo de estancamiento económico y, lo más preocupante, también tenemos líderes que simpatizan con los autócratas de moda (pese a que en el último debate presidencial se esmeraron en ocultarlo).
Por lo mismo, la próxima elección cobra especial relevancia. Si queremos evitar el contagio, si queremos impedir que Chile caiga en un declive iliberal, si no queremos quedarnos atrapados en nuestro propio mundo del ayer, tenemos que hacer que la democracia funcione: construyendo mayorías, alcanzando entendimientos y resolviendo los graves problemas que nos aquejan. No hay otro camino. El país no aguanta cuatro años más en el pantano.
Y a juzgar por las candidaturas, las opciones no son muchas (en mi opinión, es una sola: Evelyn Matthei).
Por Gonzalo Blumel, Horizontal.
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