Por Óscar ContardoGauchadas

Esta semana, Ángel Valencia, fiscal nacional, dijo en una entrevista radial, refiriéndose al caso conocido como “trama bielorrusa”, que la investigación está en proceso, que no se puede adelantar ni descartar nada con certeza, y que incluso podría tratarse de una sucesión de “favores” entre conocidos y amigos, y no de delitos. Naturalmente en tanto autoridad del Ministerio Público y con un caso en plena investigación no podría haber afirmado ni desmentido la existencia de delitos, pero esta última salvedad mencionada sobre la naturaleza de lo ocurrido -cosas de amigos- resultó especialmente sugerente, tanto por los detalles que se han informado hasta el momento sobre el asunto -monto de dinero involucrado, sesiones de peluquería sospechosas, reuniones de camaradería impropias- como por ciertos rasgos culturales que tienden a diluir límites entre el trato social, el familiar y el profesional, trenzando vínculos de amistad con intereses económicos, políticos, favores profesionales y deudas de gratitud sin fecha de vencimiento. Esa manera de conducirse no es exclusiva de Chile, es muy latinoamericana -el imperio del compadrazgo y la coima envuelta como ofrenda-, pero en nuestro país cobra un tono particular, un matiz específico cercano a la negación de la realidad, o a la fórmula cliché usada para excusarse o justificarse por quienes son sorprendidos en plena transgresión de alguna norma, en un acto de traición o en un flagrante delito: esto que estás viendo no es lo que parece.
Desde el inicio del caso, la punta de la hebra ya conducía a un universo de sociabilidad trastocada, según dejó en claro la conversación del célebre audio filtrado de lo que aparentaba ser una reunión entre dos abogados, Luis Hermosilla y Leonarda Villalobos, y su cliente, Daniel Sauer. Aquel episodio abrió una caja de Pandora que se extendió como mancha de aceite y escaló hasta la mismísima Corte Suprema en sus repercusiones. En esa conversación quedaba en evidencia que había un claro entendimiento de que las actividades que involucraban a los presentes eran ilegales, por lo tanto, la confusión no existía en ese nivel de la relación, sino más bien en el vínculo real que unía a los congregados en esa oficina: se hablaba de que entre ellos se consideraban amigos o familia, recurriendo a argumentos de emotividad que, si no se hubiera estado hablando de lo que se estaba hablando, habría resultado incluso conmovedor. Esta especie de perversión funcional de los afectos parecía ser secundaria al punto principal -los enjuagues tributarios-, pero desde cierta perspectiva es parte de un modo de proceder que, como las termitas en una construcción de madera o un mueble pesado -las instituciones, la fe pública-, carcome por dentro manteniendo la cáscara. Una suerte de expresión local, endémica, de la corrupción en esos niveles, con dinámica propia, que puede pasar inadvertida o disfrazarse fácilmente de otra cosa frente a los ojos de los extraños. Lo mismo que ciertas especies de mamíferos que en otras latitudes parecen exuberantes y vistosos, pero que de este lado de la cordillera tienen versiones propias más discretas. La geografía determinó que sus parientes locales tuvieran una evolución de apariencia y tamaño menos llamativos: lo que un canguro australiano es a un monito del monte chileno -ambos marsupiales- o lo que un jaguar es a nuestra güiña -ambos felinos-.
El caso de la muñeca bielorrusa ha significado, a la vez, el develamiento de una ruta de transferencias de dinero y el de una red de cercanías de jueces y autoridades a ese universo de utilidad misteriosa de las notarías y los conservadores de bienes raíces, una industria de escritos, firmas y timbres de raíces coloniales y persistencia geológica, cuyo encanto principal es la manera en que logra multiplicar la fortuna de quien sea nombrado a cargo de la factoría burocrática. Asegurarse el puesto de notario o conservador de primer nivel -a partir de una terna propuesta por la Corte de Apelaciones respectiva- es similar a ganarse una lotería mensual sin siquiera tomarse la molestia de comprar un número. Gracias a los pormenores de la trama bielorrusa ha quedado patente la importancia que cobran ciertas virtudes de sociabilidad para ser propuesto en la terna y luego nombrado por el ministro de Justicia del gobierno de turno. Una nota reciente del portal de investigación Reportea.cl describe este punto detallando el ascenso de Rodrigo Ortúzar, actual notario de San Miguel. El primer paso ocurrió durante pandemia, en una fiesta de cumpleaños de Ángela Vivanco, exministra de la Corte Suprema caída en desgracia. Gonzalo Migueles, pareja de Vivanco, ejercía de anfitrión y presentaba a la concurrencia a Ortúzar como un aspirante a notario. Jolgorio, camaradería, fotos para el recuerdo. Entre los invitados había jueces, notarios y el conservador de Puente Alto Sergio Yáber. Previamente a esa fiesta, Rodrigo Ortúzar le había transferido en sucesivas ocasiones montos de dinero a Yáber y a Migueles por un total que sumaba 313 millones de pesos, según indica la nota. Seis meses más tarde, Ortúzar fue nombrado notario de Salamanca, en la Región de Coquimbo, y un año después dio el salto a la Notaría de San Miguel. Consultado por la razón para las transferencias, Yáber -imputado en la trama bielorrusa- indicó que se trataba de préstamos entre amigos.
Existe la posibilidad de que todo lo antes descrito no sea lo que estamos pensando que es, y que finalmente se trate nada más que de una lamentable confusión. Es probable que estemos juzgando como una señal de algo que no existe a la camaradería honesta y desinteresada de un grupo de personas relacionadas con el sistema de justicia -abogados, jueces, notarios, conservadores, fiscales- que se reúnen de cuando en cuando en fiestas y viajes y que se suele prestar socorro mutuo con préstamos millonarios. Eventualmente puede que solo sea eso, porque en Chile no hay corrupción, sino solidaridad en la abundancia, gauchadas entre amigos que se demuestran afecto mientras hacen dinero juntos.
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