Opinión

La noche obstinada

La tarde del 7 de diciembre de 1984, después de presentar su versión de Hipólito, la tragedia griega, en El Trolley, una sala reacondicionada del sindicato de operadores de trolebuses de calle San Martín, el joven director Vicente Ruiz salió a escena y anunció el fin del toque de queda. La audiencia que repletaba el lugar escuchó y aplaudió con emoción. Era un público que llegaba gracias a los datos de oídas que circulaban como rumores en años en que los teléfonos residenciales eran escasos y la paciencia, una virtud que se ejercitaba a diario. La voz profunda de Ruiz y su curiosa estampa, como una larga espiga de huesos y músculos que subían hasta un cuello que como un pilar sostenía su rostro anguloso coronado por una melena alborotada, debió darle realce a un anuncio que parecía hecho a la medida para rematar una puesta de escena que reinterpretaba un clásico de Eurípides en clave new wave, incluyendo coreografías desconcertantes, motoqueros en escena y una piscina plástica. Era un alivio, una esperanza, se había levantado la restricción que obligaba al encierro, pero Ruiz se equivocaba: el toque de queda reaparecería, se acortaría y extendería según las circunstancias y los arbitrios de la Junta de Gobierno hasta el final de la década.

Vicente Ruiz en ese entonces tenía 26 años y era parte de una generación que había diseñado su propia manera de ser joven a pesar de todo, con una rebeldía que borraba las fronteras entre la vida cotidiana y el ritual de la fiesta, y marcaba distancia de las juventudes militantes de izquierda que se mecían entre la rabia y una melancolía empalagosa de estética revolucionaria setentera. La forma de vida de Ruiz era una alquimia colectiva, que se vivía en grupo, en redes o, en su caso, junto una troupe que brotaba alrededor de su silueta de bailarín, una troupe convocada para proyectos efímeros de financiamiento incierto, pero que Ruiz trabajaba como si la meta fuera salvar el mundo. Y en cierto modo lo era: había que enfrentar el peso de una oscuridad pegajosa, sacudirse del asfixiante aburrimiento, encontrar la luz poniendo en escena la insolencia.

La última vez que vi a Vicente Ruiz fue en abril recién pasado. Quedamos una tarde en un café de la Plaza del Mulato, en calle Lastarria, el mismo lugar en el que Jacqueline Fresard, en alguna época su novia, en otra su amiga y siempre parte de su círculo cercano, conoció a Jorge González, el vocalista de Los Prisioneros, durante una tocata. Fresard se enamoró de González, de su talento y de su arrogancia, se le acercó y lo atrajo hasta el universo de Ruiz en donde habitaban, entre muchos otros, la actriz Patricia Rivadeneira, la médica y bailarina Cecilia Aguayo y la modelo Tahía Gómez, quienes formarían el colectivo Las Cleopatras a fines de los 80. En 1991 todos ellos y Miguel Tapia trabajaron en el montaje de Antígona, que por disposición del director sólo tendría dos funciones. La inversión técnica en equipos de sonido fue financiada gracias a los ingresos del disco Corazones.

Aquella tarde de abril cuando nos juntamos, Ruiz me habló de sus planes futuros con un entusiasmo que en perspectiva me resulta conmovedor: en ese momento él ya sabía que estaba enfermo y que contaba con poco tiempo de vida. Como suele suceder con los artistas, su propio pasado no le importaba tanto como a mí y durante la charla le tuve que ordenar su cronología: los 90 comenzaron con la obra Drácula, luego Antígona, después las performances con Patricia Rivadeneira y la sala Shakespeare. “Ahora estoy haciendo performances en sitios de memoria, en lugares de memoria”, me contó. Su proyecto era investigar las acciones artísticas que habían organizado los detenidos en los campos de concentración durante la dictadura: grupos de danza, de teatro, de escritura.

Ocho meses después de ese encuentro en la Plaza del Mulato Gil recibí un mensaje de Cecilia Aguayo en el que me avisaba que Vicente Ruiz había muerto.

El funeral fue el mediodía del 20 de diciembre pasado en la iglesia de calle Los Misioneros, en Pedro de Valdivia Norte, un edificio luminoso que el mismo Ruiz había dejado elegido. El cura accedió a alterar el rito y permitió que hacia el final de la misa la cantante María José Levine -amiga de Ruiz y una de las vocalistas de la banda UPA!- interpretara un trozo de El Gavilán, de Violeta Parra, y la versión de Cecilia, la incomparable, de Baño de mar a medianoche. Entre la concurrencia estaba parte de la generación que había sido testigo de la vida y el fulgor de un artista inclasificable.

Mientras los deudos llevaban el ataúd a la carroza fúnebre, pensé que la muerte de Vicente Ruiz coincidía con el fin de un ciclo político y el comienzo de otro integrado por un grupo que amenaza con poner en marcha una “batalla cultural”, la expresión bélica usada por un sector de la oficialidad futura que asumirá en marzo, que se muestra hostil a todo lo que le resulte desconocido y trata como enemigo a cualquiera que disienta de sus propuestas. También recordé la manera en la que el propio Vicente Ruiz y parte de su generación resistieron en dictadura, acompañándose, explorando nuevos lenguajes más allá del panfleto o del lugar común del minuto, considerando exitoso lo que muchos hoy juzgarían como un fracaso, y construyendo solidaridad real entre pares a contrapelo del poder político, en lugar de pontificarla con soberbia y sectarismo desde la seguridad que ofrece la cercanía con el poder de turno, como algunos hicieron durante estos últimos años. La diferencia que hay entre la rebeldía de un artista que siempre arriesgó con mucha honestidad y escasos recursos, intentando iluminar la oscuridad en medio del toque de queda, y la de quien se mueve sobre seguro haciendo pasar su conveniencia y mezquindad por valentía.

Dos éticas distintas para enfrentar una misma noche que se acerca.

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