Opinión

La trampa roja

La trampa roja Andres Perez Andres Perez

La historia no se repite, pero a veces rima con tragedia. Y la que se está escribiendo en Chile tiene letra roja.

Por primera vez desde el retorno a la democracia, un Partido Comunista sin disfraces ni disimulos se apresta a disputar La Moneda con una candidata propia: Jeannette Jara. La señora de la polera del matapacos, de las marchas con puño en alto y sonrisa de tecnócrata. La ministra que vendieron como moderada, pero que jamás renunció a su carnet ni a su causa. Al contrario: la barnizó, la maquilló de gestión y ahora la ofrece envuelta en papel celofán a una izquierda que ya no es ni democrática ni social. Es simplemente resignada.

¿Moderada? ¿Dialogante? Por favor. Jara es comunista. Y en política, como en la vida, cuando alguien insiste en que “no es como los demás”, es porque es exactamente igual. Cambian las formas, pero el fondo permanece intacto: estatismo, control, odio de clase, persecución a la prensa, culto al resentimiento y una convicción ciega de que la libertad es un problema y el Estado, la solución.

Mientras Tohá se chamuscaba intentando explicar el desastre de la seguridad, el colapso migratorio y la vergonzosa defensa de Monsalve, acusado de violación de una subordinada, Jara avanzaba sin ruido, como buena comunista: paso corto, lengua larga, cumbia entusiasta y rostro amable. Y con la ayuda entusiasta de una centroderecha sin columna vertebral, logró aprobar las 40 horas, el salario mínimo subsidiado y la antesala de la gran estafa previsional. Todo con votos “transversales”. Todo con aplausos. Todo con la complicidad de los que después alegan que “no lo vieron venir”.

Y mientras eso pasaba, el Frente Amplio puso a Winter como telonero. Una versión “a cuenta” de Boric, diseñado para perder. El candidato bufón que vino a guardarle la silla al Presidente para cuando decida volver en cuatro años más. Porque su rol no era competir: era distraer.

Pero Jara es otra cosa. Es seria, metódica y peligrosa. Porque no viene a administrar lo que hay, sino a completar una obra que el Partido Comunista ha venido redactando hace décadas en sus pasillos. Una obra que siempre empieza con eslóganes bonitos y termina con la libertad por el suelo y la dignidad en fila para conseguir un kilo de arroz. El neocomunismo no llega gritando, llega sonriendo. No entra con uniforme verde olivo, entra con el rostro de una mujer astuta. No arrasa de golpe: avanza sin pausa, hasta que un país entero se despierta preguntando cuándo fue que se le acabó el futuro.

Y no es histeria. Es historia. Pasa en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Y puede pasar en Chile si seguimos tratando esto como una extravagancia, un accidente o una rareza de la política. No lo es. Es una trampa. Y no es roja por casualidad.

Frente a la amenaza del comunismo, no bastan los matices ni las buenas intenciones. Sobran los discursos tibios, las “propuestas de consenso” y las candidaturas que piden permiso hasta para respirar. Porque esta elección no será entre matices: será entre libertad y servidumbre. Entre la República y el partido único con poder total. Entre los que creen que cada persona debe ser dueña de su vida y quienes creen que el Estado debe ser dueño de todo, incluidos tus hijos, tu trabajo y tu pensamiento.

Lo que se necesita en noviembre es carácter, convicción y coraje para decir lo que tantos piensan y pocos se atreven a gritar: que Chile no puede seguir por este camino. Que el pueblo —el verdadero pueblo, ese que vive con miedo, que se ahoga con la economía, que ha sido traicionado por años— no quiere más retórica, quiere soluciones. Chile lleva años esperando un cambio radical, real, profundo. Y ha llegado el momento de dárselo. Sin miedo ni complejos.

Por Cristián Valenzuela, abogado

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