Por Álvaro PezoaPrimera dama

La reinstauración de la figura de la primera dama, anunciada por José Antonio Kast, ha generado inmediatas críticas desde sectores del gobierno saliente y su órbita cultural. Irina Karamanos —expareja del Presidente Boric— reapareció en escena para cuestionar la medida, aludiendo a una supuesta regresión institucional y a la perpetuación de roles que responderían a una visión conservadora del género.
Más que una reflexión política o un cuestionamiento estructural, estas reacciones revelan un gesto ideológico de profundo alcance: el afán de desmontar los símbolos que articulan nuestra vida social, especialmente aquellos vinculados a la familia, el matrimonio, la diferencia sexual y la trama relacional que sustenta lo político. Se trata, en última instancia, de una expresión más de la lógica deconstructiva que ha marcado a buena parte del progresismo contemporáneo.
Al llegar a La Moneda, Karamanos no asumió el rol tradicional de primera dama. En su lugar, creó una “oficina Irina Karamanos”, sin funciones definidas ni resultados concretos, que terminó desapareciendo sin mayor trascendencia. Más que una innovación institucional, aquel movimiento tuvo un carácter eminentemente simbólico: no pretendía actualizar una función republicana a los tiempos modernos, sino vaciarla de contenido. El propósito era claro: romper con la tradición, interrumpir la continuidad cultural, disolver un papel que encarna mucho más que un mero protocolo.
El rol de la primera dama representa una concepción del ser humano y la vida social basada en la complementariedad entre hombre y mujer, y en el valor de los vínculos estables. Lejos de implicar subordinación o jerarquía injustificada, la presencia pública de la esposa del jefe de Estado significa la dimensión relacional del poder y su arraigo en la vida concreta. Negar esa figura no es progreso, sino empobrecimiento antropológico.
Desde esta perspectiva, la crítica no se dirige solo contra una institución específica, sino contra los fundamentos culturales que sostienen nuestra convivencia: la familia tradicional, el matrimonio como vínculo fundante, y los símbolos que expresan permanencia y sentido compartido. Bajo el lenguaje de la inclusión y la fluidez, lo que se promueve es un modelo radicalmente individualista, desvinculado de toda forma estable de pertenencia.
El papel de la primera dama puede, sin duda, ser renovado según las exigencias del presente, pero negarlo de plano implica romper el lazo con nuestras raíces. No se trata de nostalgia, sino de reconocer que una democracia madura necesita símbolos que cohesionen, que representen continuidad y que humanicen lo institucional. Y pocos lo logran como la imagen de una mujer que, sin ejercer poder formal, participa activamente en la vida pública desde la solidez de su compromiso; no como apéndice, sino como presencia relevante y significativa.
Por Álvaro Pezoa, director del Centro Ética y Sostenibilidad Empresarial, ESE Business School, U. de los Andes
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