Un género dramático

Uno de los géneros literarios más vapuleados, o el más vapuleado, es la ciencia ficción. Considerado menor y arrinconado en los anaqueles de la literatura barata, la ciencia ficción ha vivido en la contradicción de vender mucho y tener poco o ningún prestigio. La academia sueca, antes que un nerd que escribe de ucronías, civilizaciones improbables, mundos y galaxias lejanas, dioses robóticos y futuros aterradores, prefirió darle el Nobel a un cantante quien desdeñosamente casi no fue a buscar el premio, tan poca importancia le daba, porque ese día iba el gásfiter a su casa.
Pues bien, en la pandemia, los autores y fanáticos de la ciencia ficción se están cobrando una dulce revancha. Demasiadas veces, a través de incontables novelas desechables y arrepolladas, advirtieron de pestes globales, enemigos invisibles e implacables, derrumbes de culturas que parecían eternas. En menos de dos meses, un ser híbrido como lo es un virus mutante y con el cibernético nombre de Covid-19 (suena a R2D2), paralizó el mundo completo, recluyó a los hombres en sus casas y colapsó la economía global. Una ficción tan gruesa y patosa con suerte sale como autoedición.
Entre los palitroques que derribó el coronavirus está, un pino tras otro, el deporte. Todas las ligas paralizadas, a menos que alguien siga la Primera División de Barbados o Bután; los grandes torneos (Masters de Augusta, Giro de Italia, Roland Garros) suspendidos o aplazados, y hasta equipos completos contagiados. Las cadenas deportivas, que pagan miles de millones de dólares por derechos de transmisión, se han quedado secas, sin material, repitiendo viejos partidos, revisitando peleas o fatigando archivos, para no convertirse en la carta de ajuste. Ni hablar de los paneles de discusión, de los cuales participo en alguno: casi no hay de qué hablar, salvo sacarle jugo a las últimas novedades de la pandemia y meter un telefonazo con cualquiera que quiera decir algo. Ni siquiera queda la opción de apelar a la Tercera A o el fútbol internacional como ocurrió tras el estallido social. Las canchas y pistas están desiertas. Los templos no tienen fieles.
La vieron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en el celebérrimo cuento Esse est percipi, incluido en las Crónicas de Bustos Domecq: el fútbol no se jugaba hacía muchos años, los partidos eran una creación de los relatores y en la televisión aparecían actores simulando competir, cuando apenas representaban un libreto. “El fútbol es un género dramático, a cargo de un solo hombre en la cabina o de actores con camiseta frente al cameraman”, dice Tulio Savastrano, presidente del Abasto Juniors, al perplejo Bustos Domecq.
Si la cuarentena se alarga y los archivos comienzan a dar saltos, mostrar rayas y empastes, ni hablar del hastío del público por ver el partido que de tanto verlo ya no se ve, la solución de Borges y Bioy no es tan desquiciada. Menos en un tiempo de total desquiciamiento. Simular jugadas, actuar goles y dar a los relatores la libertad de inventar más de lo que inventan. A los comentaristas se les permitirá seguir hablando solemnemente de la nada.
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