Acepté que amaba a una mujer después de 30 años de matrimonio




“Todo comenzó en un viaje. Fuimos con mi ex marido y mis hijos de vacaciones. Ese día, ordenando la ropa en la habitación del hotel, vi un mensaje que le llegó a su celular. Era de otra mujer. En las diez palabras que alcancé a leer –muy decidoras, por cierto– entendí que lo nuestro se había acabado, no había más vuelta que darle. Pero más allá del impacto inicial, natural, leer ese mensaje no me hizo sentir más que alivio. Ni siquiera rabia, solo alivio. Hasta entonces, no entendía muy bien por qué, pero pasados los meses lo supe: yo también estaba enamorada de otra persona, de una mujer.

Crecí en una familia muy conservadora y convencional, donde las cosas siempre se han hecho de acuerdo a la norma establecida. Salí del colegio, entré a la universidad a estudiar una carrera tradicional, nunca reprobé un ramo y una vez que egresé, comencé inmediatamente a trabajar. En paralelo tuve algunos pololos, pocos. Todas relaciones largas y formales. Hasta que con el último, me casé. Nunca me cuestioné nada. Había un guión que seguir y yo lo hice al pie de la letra, como siempre me enseñaron. Nunca si quiera reflexioné si ese camino era el que me haría feliz, simplemente lo seguí. Es más, en algún punto me convencí de que sí me haría feliz, porque es lo que siempre vi.

En esa condición llegué a esas vacaciones. Con casi 30 años de matrimonio, tres hijos y una vida tradicional. Y también convencida de que podía pasar la vida negando mi identidad y mis deseos, porque no sabía ni siquiera que lo estaba haciendo. Pero esa sensación de libertad al darme cuenta de que mi marido me era infiel, fue la primera señal. Y también la puerta de entrada a una nueva relación con quien, hasta entonces, consideraba mi mejor amiga.

Nos habíamos conocido por trabajo hace seis años. Desde el comienzo sentí una química muy fuerte con ella, pero siempre lo había atribuido a nuestras historias similares: ambas de familias tradicionales, con una vida tranquila, casadas hace años y dedicadas en un cien por ciento al trabajo y a la casa. Ambas, además, con nuestros deseos y placeres bloqueados. Alguna vez de hecho lo conversamos. Llegamos a la conclusión de que éramos de esas mujeres que podríamos vivir el resto de nuestras vidas sin sexo.

Luego entendimos que se trataba de sexo con un hombre. Porque tiempo después, cuando nos confesamos nuestro amor –ella se separó poco tiempo después de que yo lo hice– por primera vez descubrimos lo que era el placer y el deseo; el amor y la felicidad. Comenzar esta relación me hizo sentir que al fin, a mis 51 años, estaba pensado en mí. Estaba dejando fluir una especie de represión que nunca supe identificar, pero que tampoco me permitió disfrutar la vida como con ella lo estaba haciendo. Así fue como pasamos de mejores amigas, a dos mujeres enamoradas.

Ese paso no fue sencillo. Tuve que enfrentarme a juicios, incluso a burlas. Pasé por un proceso de aceptación, de adaptación, y tuve que asumir que muchos de mis cercanos no me aceptarían nunca más. Pero la sensación de libertad y la tranquilidad que ésta me generaba, siempre me ayudó a ver que iba por el camino correcto. A ratos parecía contradictorio, porque quienes miraban con recelo mi “salida del clóset”, creían que estaba viviendo una tormenta que había derrumbado mi “vida perfecta”; sin embargo, la realidad es que estaba viviendo el momento más feliz de mi historia; sintiendo amor en todas sus dimensiones y complejidades.

Hoy me pregunto cómo pude pasar la mitad de mi vida siendo alguien que no era. La respuesta es el miedo. Y también la culpa por no ser quien crees que el resto espera que seas. También porque a las mujeres nos crían para pensar siempre en los demás, y al final en nosotras mismas. Eso es lo que hice durante 50 años. Pero ya no más. Al fin estoy viviendo la vida sintiéndome yo, pensando en mí, en mis necesidades y deseos. Ya no estoy dispuesta a volver a reprimirme nunca más”.

Mónica Riffo tiene 52 años y es diseñadora.

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