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Gloria Mamani Vilches: La joven experta

De acuerdo al último Censo, un 11,5% de la población en Chile se identifica como perteneciente a un pueblo originario y más de la mitad son mujeres. Esta es parte de una serie de entrevistas que rescatan la voz de mujeres aymara -el pueblo más numeroso después del Mapuche-. Todas ellas son herederas de la tradición textil de Isluga, un poblado ubicado en el altiplano del extremo norte, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, que es considerado la cuna de la textilería aymara.

Fotografía: Carolina Vargas y Lydia González

“Si yo hubiese estudiado”, elucubra en voz alta Gloria Mamani Vilches (45), “yo habría sido contadora. Pero si eso hubiese pasado, jamás me habría convertido en la artesana que soy hoy. Siempre me gustó estudiar, pero a uno le toca lo que le toca y a mí me tocó ser la primera mujer de nueve hermanos, así que fui como una segunda mamá. Ayudé a criarlos, los vi crecer, tal vez por eso no resentí tanto dejar mis estudios y ponerme a trabajar. Como mayor le cedí ese lugar a mis hermanos. Gracias a Dios todos terminaron su cuarto medio”, reflexiona hoy, mientras observa el libro más importante que le regaló su mamá a cambio: su telar.

Si dejó la escuela en sexto básico, calcula al ojo, debió ser alrededor de los ocho años, en su natal Quelga, cuando su mamá le enseñó a hilar. “Todos los días yo la acompañaba a pastorear y ella siempre iba con el hilado, torciendo mientras caminábamos. Así, cuando el animal come, tú te sientas y aprovechas de tejer”, repite emulando la voz de su madre, la artesana aymara Margarita Vilches (76).

A los nueve años Gloria tejió un cintillo y a los diez una faja. A los once aprendió a hacer piezas más grandes, como una talega para llevar su almuerzo a la escuela o una frazada para arropar su cama. Y cumplidos los trece, siguiendo la tradición aymara, tejió su primer aksu, con lana de alpaca de color café, “que guardo como una reliquia aunque ya no me entre”, bromea. Era como si su camino estuviera trazado, dice hoy. Al igual que su madre, se convertiría en una joven y experta tejedora: la única entre seis hermanas.

Fotografía: Carolina Vargas y Lydia González

Hay dos saberes del buen tejer, dice Gloria, que lleva consigo desde entonces. “Hacerlo bien aunque te demores, porque el cocido es trama por trama y no vaya a ser que uno sacrifique terminaciones por andar apurado. Y que para aprender hay que equivocarse, sin temor a perder lana”, enumera, pese a todas las veces que se las tuvo que ingeniar para hacerla cundir. “Primero tejía una maqueta a una escala bien chiquitita. La revisaba punto por punto, que todo estuviera bien hechito, y me lanzaba a hacer la pieza en su tamaño original. Así me enseñó mi mamá y así fui agarrando confianza”, recuerda.

Tanta, que al cumplir los catorce sintió el deseo de diferenciarse. “Me acuerdo que miraba las fajas de mi mamá y no me gustaban los colores. Los encontraba muy apagaditos y yo quería que el color saltara, así que un día ella me agarró y me dijo: hácelo de tu manera, como a ti te guste”, recuerda Gloria. Esa simple frase, dice hoy, la impulsó a explorar con total libertad. “Empecé a elegir mis propios colores, los que a mí me gustaban, y si no estaban los hacía tiñendo con las hierbas. Si hacía una ljilla, por ejemplo, para probar cosas nuevas le modificaba un lado, el otro, le cambiaba el punto. Solita me corregía; esta orilla quedó mal, voy a probar de otra forma, esto no me la puede ganar, y así, siempre probando cosas nuevas”, cuenta.

Ese mismo año se trasladaron a vivir a Pozo Almonte, donde Gloria consiguió un trabajo a tiempo completo como empleada doméstica, pero nunca dejó de pastorear. “Hasta el día de hoy, esa es la forma que yo tengo de encontrar inspiración. Ir al campo, observar los animales; un corderito, un llamo, los patos, sus colores y sus texturas, el verde de los árboles chiquititos que se pierden en el horizonte”.

Fotografía: Carolina Vargas y Lydia González

No había terminado de criar a sus hermanos cuando supo que estaba embarazada. Tenía diecinueve años, sería una madre soltera y vivía en la casa de su papá. “En ese momento decidí dejar mi trabajo y dedicarme por completo a mi artesanía. El tejido fue mi escuela, pero también una puerta hacia la libertad. Dejar de ser apatronada, ver crecer a mi hijo, eso no tiene precio”, reflexiona hoy.

En eso estaba, tejiendo chales y ruanas que vendía como pan caliente, cuando conoció a Walter, su compañero de vida, quien le regaló dos hijos y una certeza. “Cuando me emparejé y me integré a la agrupación de su familia, el Taller Artesanal Achauta, recién ahí yo me hice consciente de todo lo que sabía. Era de las más jovencitas, pero mientras otros recién aprendían a torcer y compartían un telar, yo recolectaba palos para hacerme un telar propio de cuatro estacas”.

El verdadero reconocimiento, asegura Gloria, tardaría años en llegar, el año 2011, cuando Fundación Artesanías de Chile golpeó a su puerta. “Cuando conocí la fundación, automáticamente me entró el bichito por el sello”, confiesa entre risas, refiriéndose al Sello de Excelencia a la Artesanía que otorga anualmente el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.

El primer año lo intentó con una talega en larte; es decir, con unos ojitos en las orillas, que Gloria tejió con lana de alpaca natural en tres tonos, hilados y torcidos por sus propias manos, pero perdió. El segundo año postuló una faja kimsa churu, hecha con lana de alpaca y un animal en el centro tejido en tres colores, pero tampoco ganó. Tuvo que volver a su niñez, a ese primer cintillo que tejió a los nueve años, para obtener el sello a la tercera. Lo tejió en dos telares, de estaca y de cintura, con pura kisa natural; un café oscuro, un café claro y un mostaza suave, que obtuvo al teñir con hierba de zipotula. Justo en el medio, en blanco y negro, tejió la palma. Gracias a ese reconocimiento, dice hoy, conoció por primera vez Santiago. Tenía 38 años.

“Cuando recibí esa llamada me di por satisfecha. Después de años postulando a ferias y a fondos estaban reconociendo mi trabajo, dándole un valor a mis conocimientos. ¡Si incluso llegaron a felicitarme a la casa!”, dice con cierto pudor, mientras le da las últimas terminaciones a la pieza que eligió hacer para esta convocatoria. Una faja de alta complejidad que tejió con lana de alpaca industrial en cuatro kisa, que implicó torcer, teñir y torcer otra vez cada uno de los cuatro colores que utilizó, hasta conseguir un hilo tan fino como uniforme.

“Aprovechando que había lana buena y en hartos colores, me di el lujo de hacer la pieza que yo quería, tal y como me la imaginaba, sin escatimar en tiempo ni en recursos”, se sincera. Total, agrega, “cualquier cosa yo le pregunto a mi mamita, que vive conmigo y me acompaña siempre en el taller. Aunque ya no puede tejer y ha ido perdiendo poco a poco la memoria, para mí ella será siempre la voz de la consciencia. La razón de mi sabiduría. La joven experta de la que yo aprendí”.

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  • Este testimonio es parte del libro Herederas de Isluga, publicado en 2021 por Fundación Artesanías de Chile (@artesaniasdechile), que recopila 18 historias de artesanas Aymara de la Región de Tarapacá. Todas ellas comparten una sabiduría donde se funde su relación con la naturaleza y sus ritmos vitales: son herederas de la tradición textil de Isluga, un poblado ubicado en el altiplano del extremo norte, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, que es considerado la cuna de la textilería aymara. Por el valor de estas historias, estos testimonios son rescatados por Paula.cl.
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