Hablemos de amor: El primer amor nunca se olvida
A los 15 años, María conoció a Fernando en una playa. Décadas después, un mensaje inesperado reavivó ese primer amor que nunca olvidó.

En esos cálidos días de verano, cuando el sol acariciaba la piel y las olas rompían con suavidad en la playa de Guanaqueros, dos jóvenes adolescentes se encontraban por primera vez. Yo, una niña de 15 años, y Fernando, un joven de 18, y frente a nosotros un universo por conocer.
El tímido amor seguía su curso, era un secreto compartido entre miradas, sonrisas furtivas y susurros al oído. Un amor inocente, que perduró en el tiempo como una promesa.
Los años pasaron y, como suele suceder, la vida nos llevó por caminos diferentes. Él emigró a EE. UU. en busca de nuevos horizontes y formó una familia. Yo en Chile también construía mi vida, me casé y la maternidad llenó de amor mi vida. Pero en mi interior quedó guardado como un tesoro ese primer amor, que aparecía y desaparecía en mi mente, como un recuerdo dulce y entrañable.
Muchas décadas y acontecimientos pasaron en las vidas de cada uno y, un día cualquiera en medio de la rutina en el balneario de Reñaca, una notificación de WhatsApp lo cambiaría todo.
Un mensaje inesperado decía: “Fernando te quiere contactar”. La emoción de ese momento estaba cargada de aquellos recuerdos que durante tantos años juguetearon en mi mente y, la alegría inmediata de contactarlo no se hizo esperar.
La conversación fluyó como si el tiempo no hubiese pasado. Nos transportó a aquellos días de juventud y al presente inmediato, con mucha ansiedad y emoción. Así pasaron tres meses de conversaciones diarias y profundas, con recuerdos enterrados que aparecían sonrientes.
En esas conversaciones una nueva promesa surgió, él viajaría a Chile para reencontrarse conmigo e iríamos a la playa donde todo había comenzado, al lugar exacto donde me besó por primera vez.
Llegó aquel día del reencuentro. Lo esperé radiante y con todas las emociones recorriendo mi cuerpo, era sin duda un regalo de la vida. Al vernos a lo lejos, ambos nos detuvimos por un instante. La emoción que nos envolvía no nos permitía avanzar. Nos miramos, reconociéndonos, deseando confirmar que aquello no era un sueño.
¿Éramos distintos? ¡Claro! Los años y las vivencias habían moldeado nuestros cuerpos y vidas, pero la esencia de quienes fuimos seguía intacta. Bastó con mirarnos a los ojos para que todo lo que nos rodeaba se desvaneciera en el tiempo y, sin necesidad de palabras, supimos que ese amor seguía vivo y que había sobrevivido a la prueba más fuerte, el tiempo y la distancia.
Nos abrazamos, sin dejar espacio, y con ese gesto nos dijimos todo lo que las palabras no podían expresar. En ese momento comprendimos que esta era la continuación de nuestra historia de amor inconclusa. Y ese reencuentro fue solo el comienzo. Lo que siguió fue un torbellino de emociones.
Días cargados de alegrías y noches compartiendo sueños y amándonos como queriendo recuperar el tiempo perdido. Un amor que crecía cada día con más fuerza y convicción. Decidimos que ya no había más tiempo que perder y que no podíamos seguir viviendo separados.
Entonces me fui a vivir con Fernando. Mis hijos ya eran grandes e independientes y estaban felices de ver a su madre tan ilusionada. Y fue allí, lejos de nuestra tierra, donde decidimos casarnos y formar un nuevo hogar por unos años, para luego regresar a Chile.
Lo hicimos con la certeza de que nuestro amor no necesitaba pruebas ni ceremonias, pero sellamos nuestra unión con una celebración de solo los dos. Cuando el oficial pronunció: “hasta que la muerte los separe”, sentí que esas palabras no tenían sentido, no aplicaban a lo que estábamos viviendo. ¿Cómo podría la muerte separar este amor tan profundamente arraigado en el tiempo y en el alma de los dos?
Miré a Fernando, le sonreí con complicidad apretando su mano con suavidad, sintiendo que él empatizaba con lo que yo estaba sintiendo. Ese día no marcaba un inicio, sino reanudaba una historia que había comenzado mucho tiempo atrás y que seguiría escribiéndose.
Después de un tiempo viviendo en EE. UU., construyendo nuestra vida juntos, tuve que viajar a Chile a ver a mi familia por un tiempo corto. Aunque físicamente estábamos separados, la distancia no fue un obstáculo para alimentar nuestra unión.
Sí, nos extrañábamos demasiado, pero a la vez nos sentíamos muy fortalecidos. Cada noche nos despedíamos con: “un día menos para volver a estar juntos, mi amor”. Pero el destino, siempre impredecible, tenía otros planes.

El 28 de julio de 2024, una fecha que se grabó como la más oscura de mi vida, Fernando falleció repentinamente en nuestra casa en Georgia. La noticia llegó como un golpe devastador, arrancándome una parte de mi alma. En un segundo todo se oscureció, mi mundo se paralizó y me sentí en la nada.
No sabía cómo asumir la partida repentina del amor de mi vida. Cómo no volver a escuchar su voz amorosa o ver su mirada dulce. ¿Cómo vivir sin él? El vacío que dejó la partida inesperada de Fernando era insondable.
Mi corazón estaba destrozado, sumido en una sensación de pérdida y confusión tan profunda, que apenas podía encontrar la fuerza para seguir adelante. Durante días me negué a creer. En mi mente lo imaginaba realizando sus rutinas diarias, con esa sonrisa que siempre me indicaba que todo estaría bien. Con un “It’s OK amor”.
A medida que los días se convertían en semanas y las semanas en meses, me encontré navegando en un mar de confusas emociones. La tristeza y la desesperanza me envolvían en una nube permanente, mientras que la soledad y el enojo con la vida se mezclaban con el dolor. La ausencia de Fernando era una sombra constante y una presencia, que aunque ausente, me seguía en cada paso.
Sin embargo, a pesar del dolor aplastante, decidí cambiar mi perspectiva y comencé a pensar en Fernando desde el amor, desde ese sentimiento que nos llevó a mover montañas para estar juntos, deseándole paz en el lugar donde estuviera.
Me aferré a los momentos felices que habíamos compartido, a los recuerdos que aún me llenaban de alegría. A través de la tristeza encontré un espacio para la gratitud, agradeciéndole por haberme entregado un amor tan genuino y profundo, por haberme dado la oportunidad de amarnos como nos amamos.
Comencé a sentirlo, no como una presencia que me faltaba, sino como una parte integral de mí. Lo sentía iluminando mi camino, siendo mi fuente de amor y energía, me conectaba con ese amor que había sido una constante en mi vida. Poco a poco, día tras día y con mucha dificultad, me he ido reconciliando con la tristeza y con la vida.
Así continué mi duelo, llevando dentro de mí el amor de Fernando como un faro que ilumina mi camino. Hoy abrazo la vida y la vida me abraza a mí.
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*Ximena es lectora de Paula. Si como ella tienes una historia que compartir, escríbenos a hola@paula.cl. Estaremos felices de leerte.
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