Hablemos de amor: el trabajo se transformó en mi relación tóxica
Perder un empleo suele ser una pesadilla. Para Fany, en cambio, fue como liberarse de una relación tóxica, y también la oportunidad de empezar a cuidarse a sí misma.

Llevaba dos semanas cuando me despidieron y decidí escribir esto. Hoy mantengo el mismo sentimiento, incluso estoy mejor: tan bien que ni me acuerdo qué es estar estresada. Sí, los que saben mi caso dirán: al fin. Yo misma lo celebré y después caí en cuenta de lo mal que debía estar para que me diera lo mismo. O que sintiera una tranquilidad indescriptible pese a estar en una situación que a la mayoría aterra: perder el trabajo.
Desde fuera podía verse como un buen puesto: una corporación importante, una empresa de renombre… pero eso da igual. Yo estaba quemada, en la última etapa, desconectada al punto de no darme cuenta. No pensaba por mí misma. Tenía siempre varias pantallas y sonidos de fondo para parecer conectada, cuando en verdad ya no estaba. No estaba aquí. No fantaseaba con cosas malas como en el peor momento de la enfermedad —porque es una enfermedad que el trabajo te tenga por el suelo—, pero sí estaba en la fase final. No quiero ni imaginar lo que vendría después.
Ya no me interesa darle vueltas a cómo llegué hasta ahí. No necesito justificarme una y otra vez para que desde afuera validen mi dolor. No todo proceso de sanación pasa por explicar cada cosa. La mayoría no lo entendería, y está bien. No podemos comprenderlo todo; para eso tendríamos que vivir exactamente la misma situación en la misma piel.
Ese trabajo me daba lo mínimo: un contrato indefinido y un sueldo menor al mercado. Nada más. La estabilidad estaba en el papel; en mí, todo era inestabilidad. Sabía que no me hacía bien: lo dejé botado muchas veces, ausente, sin ganas de seguir. Era como una relación tóxica: yo entregaba mi energía y mi talento, y lo que recibía de vuelta era un sueldo que terminé gastando en terapia cada dos semanas por tres años.
La generación de nuestros padres lo ve distinto. Para algunos, dejar un trabajo es válido si te hace mal; pero para muchos es decepcionante, prueba de que somos de cristal, de que nunca sacaremos adelante una familia. “Las nuevas generaciones no entienden lo que es el sacrificio”, dicen.
Injusto. Yo sacrifiqué mucho, y aun así nunca fue suficiente. Como en cualquier relación, tanto los de adentro como los de afuera creen que no estás dando todo. En esa oficina me hacían sentir insuficiente, que me tomaba las cosas demasiado personal, que debía dar más ideas (ideas que daba y no se tomaban). Que todo era fácil porque el teletrabajo existe. Podría seguir, pero ya no tiene caso.
Hoy hasta me resulta absurdo pensar en qué momento se pudrió todo. Desde fuera parecía perfecto. Por dentro yo sabía que no lo era, pero igual me costaba dejarlo. Ahora que el trabajo me dejó a mí, me siento aliviada. Lo esperaba. No di el primer paso porque estaba pendiente del bendito (o maldito) finiquito. Maldito porque nunca es suficiente y ahora hay que cuidarlo sin sueldo fijo. Bendito porque me libró de volver, de dar la cara, de seguir gastando energías que ya no tenía.
Los trabajos, como las relaciones, deberían dejarnos lecciones sobre lo que sí y lo que no. Mi cuerpo me lo advirtió muchas veces hasta que dijo basta. Podría haber sido peor, pero resistí.
No quiero darle más vueltas. La vida sigue. Ahora mis vueltas son otras: qué hacer con esta nueva calma. Vuelvo más fuerte, más entera, con ganas de recuperar la inteligencia que dejé en el camino; de usar mis conocimientos y mi energía en cosas nuevas. Hoy disfruto de una paz que no se compra con un sueldo, ni con apariencias, ni con un supuesto desarrollo profesional. Sé que tengo que volver a trabajar, pero mientras tanto gozo de este descanso mental que no me permitía hace años. Me di el gusto de viajar, de desconectar, y ahora retomo la búsqueda, más tranquila, sin prisa pero sin pausa.
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