Paula

Margarita Guzmán y una conquista histórica: que los jóvenes del sistema de protección ya no teman cumplir 18 años

Durante años, cientos de niñas y niños separados de sus familias por graves vulneraciones de derechos vivieron en residencias de protección que se convirtieron en su único hogar. Pero el sistema tenía una trampa: al cumplir 18 años eran expulsados sin redes, sin dinero, sin un lugar donde dormir. Tras 13 años de trabajo de organizaciones y activistas como Margarita Guzmán, fundadora de Fundación Sentido, se aprobó la indicación que permite a estos jóvenes permanecer en las residencias, bajo el cuidado del Estado, hasta los 24 años. En esta entrevista, Guzmán cuenta cómo, junto a muchos otros, se logró transformar un sistema que condenaba a miles de jóvenes vulnerados a revivir el abandono.

Durante años, Margarita Guzmán ha acompañado a niñas, niños y adolescentes que crecieron lejos de sus familias, tras ser separados de ellas por graves vulneraciones de derechos. Los ha visto celebrar cumpleaños entre paredes institucionales, compartir cuartos que cambian de ocupante cada pocos meses y enfrentar, con una mezcla de miedo y esperanza, el momento en que deben dejar las residencias al cumplir 18 años. Un momento que hasta hace poco significaba quedarse sin hogar, sin redes, sin comida, sin nada.

“Imagínate estar contando los días para tu cumpleaños, pero por la angustia de que desde ese día no sabrás dónde vas a dormir. Era una consecuencia horrorosa y una vulneración tremenda. Ningún joven debería tener miedo de cumplir 18 años”, dice Guzmán.

Ese miedo, dice, fue durante años la herida más profunda del sistema. De ahí nació la urgencia por cambiar la ley y asegurar que cumplir la mayoría de edad no significara, otra vez, perderlo todo. Pero eso cambió el 29 de septiembre, día que marcó un antes y un después en la protección a la niñez en Chile: la Cámara de Diputadas y Diputados aprobó la indicación que extiende la permanencia voluntaria de las y los jóvenes en el Sistema de Protección, de los 18 a los 24 años, independiente de su situación educacional. Por primera vez, el Estado chileno reconoce el deber de acompañar a estos jóvenes en su tránsito a la adultez.

El origen de una vocación

Actriz y profesora de educación básica, Margarita llegó al trabajo con infancias vulneradas casi por casualidad. Mientras hacía talleres en un programa del Centro Comunitario de Salud Mental de La Pintana, la capacitaron para identificar casos de explotación sexual infantil. “Ahí descubrí este mundo”, recuerda. Desde entonces, su vida dio un giro. Durante seis años trabajó en Fundación Raíces con teatro reparador, usando el arte como herramienta para sanar heridas invisibles. Fue en ese contexto que conoció los hogares de protección y vio de cerca cómo la institucionalización prolongada afectaba el desarrollo emocional y social de las niñas y niños.

Esa experiencia fue el punto de partida de la Fundación Sentido, organización que creó para acompañar a adolescentes y jóvenes que egresan del sistema de protección, ayudándolos a reconstruir vínculos y a prepararse para una vida independiente. Hoy, con la aprobación de indicación que extiende la permanencia de los jóvenes en residencias, Margarita celebra una transformación histórica en la que ella fue una de las voces impulsoras.

- Fundación Sentido partió como un espacio donde se realizaban talleres para jóvenes en el Sistema de Protección. ¿Cómo se transformó en lo que es hoy?

En el tiempo que hacíamos los talleres nos dimos cuenta de que, al cumplir los 18, las y los adolescentes estaban obligados a irse de las residencias, sin tener dónde ir. Así de drástico. Entonces abrimos talleres para los que ya habían salido, para que no perdieran la conexión con quienes seguían en los hogares. Pero no funcionó. Nos dimos cuenta de que necesitaban recuperar la confianza en los adultos y eso implicaba una experiencia de vida distinta. Ahí surgió la idea de habilitar un hogar para los jóvenes, un lugar donde no solo vivieran, sino donde se les depositara confianza y se les acompañara desde el cariño y la reparación.

- ¿Cómo lograron instalar la primera casa compartida?

Nos tiramos a la piscina sin tener nada asegurado y creo que eso fue clave para atrevernos. Una vez que teníamos claro lo que queríamos hacer, nos conseguimos una casa que no implicara pagar arriendo. Ya teníamos a varias personas motivadas con la idea, luego de que se enteraran de la realidad que vivían los jóvenes al cumplir 18 años. Unas amigas le propusieron la idea a una empresa financiera y trabajamos con ellos. Rápidamente logramos juntar la plata para la primera casa compartida. Poco después se abrió un fondo concursable que nos permitió pilotear las viviendas de transición.

- ¿Cómo funcionan?

La primera es una casona muy grande, a dos cuadras de La Moneda. En un principio tenía un departamento y un dúplex. Separamos ese dúplex y dejamos tres departamentos: una casa compartida en el primer piso, en el segundo la sede de la fundación y en el tercero otra casa compartida. En estas casas viven seis jóvenes. Aprendimos con el correr del piloto que era muy importante que vivieran solos y empezaran a ejercitar la autonomía y era fundamental diferenciarlo de su experiencia en hogares, donde había adultos todo el tiempo, no tenían acceso a la cocina ni manejo del dinero.

- ¿Fue muy difícil?

Imagínate, haber vivido en un sistema sin muchas libertades y, de un día para otro, tenerlas todas. Es complejo. Ahí nos dimos cuenta de que necesitaban acompañamiento constante. Como la oficina estaba ahí mismo, incorporamos acompañantes de noche y fines de semana. Eso complementó mucho la metodología, porque esos suelen ser momentos más solitarios y difíciles. Tenemos dos acompañantes por cada seis jóvenes, dedicados a su plan de vida y a acompañarlos en sus objetivos. Se evalúan los avances y se ajusta el apoyo según el proceso de cada uno.

- ¿Por qué se hace necesario este espacio de transición? ¿Tan abrupta es la salida de las residencias?

Muchos terminaban viviendo en la calle, donde hay grupos delictivos atentos a captar a estos jóvenes, ofreciéndoles “familia” o “protección”. O bien volvían con las familias que los habían vulnerado. Eso es muy violento. También había quienes se iban de allegados, a casas de amigos, en la casa de un pololo, sin pertenencia ni referentes. Todo eso es una re-vulneración profunda para jóvenes que ya habían sido vulnerados en su infancia.

- ¿Qué tipo de cosas te ha tocado ver o escuchar después de que salen del sistema, es decir, cuando quedan en el vacío al irse de las residencias?

Lo más frecuente es calle, explotación sexual y narcotráfico. Muchos tienen hermanos, pero los separaron en distintos hogares. Eso les causa mucha pena y pérdida de vínculos. Son jóvenes con muy pocas redes. Cuando los recibimos a los 18 años llegan con crisis, cansancio, desconfianza, desesperanza. Pero ves cómo hacen el esfuerzo por construir un futuro distinto, romper la historia para ellos y los que vienen.

- Ustedes aplican una metodología donde destaca mucho la importancia del vínculo y la confianza. ¿Por qué son tan determinantes?

Las experiencias de vulneración y el trauma complejo generan una desconfianza muy profunda en los adultos, y esas murallas solo se pueden derrumbar con amor. Y el amor es “yo te veo”, “yo te escucho”, “te abrazo cada vez que te veo”, “me detengo a mirarte a los ojos”, “te doy todo ese cariño, de lenguaje corporal y verbal”. Se basa en mostrar interés genuino, estar presente en la crisis y dejar de lado el control y el juicio. La única manera de que estos jóvenes, y también niñas y niños, puedan reparar algo del dolor y del trauma es a través del amor genuino, constante y visible.

- ¿Cuánto tiempo permanecen en las casas transitorias?

Al principio no sabíamos, íbamos viendo hasta que estuvieran listos. Con el tiempo vimos un patrón: el primer año es de crisis, una rebeldía ante el abandono y la desconfianza, así que hay que contener mucho. El segundo año suele ser de recuperación, cuando ya hay vínculo y confianza: retoman las ganas de estudiar, reconocen la necesidad de tener un apoyo psicológico y avanzamos en su autonomía progresiva y en su capacidad de establecer vínculos. El tercero ya es un buen año para preparar el egreso. Pensar dónde vivirán, con quién, en qué pueden trabajar, cuáles son sus redes.

Una ley que cambia destinos

- Ahora, con el cambio de la ley, podrán permanecer en las residencias hasta los 24 años. Eso lo cambia todo, ¿no?

Sí. Ahora los jóvenes seguirán recibiendo apoyo mientras estudian o se estabilizan; es decir, cuando cumplen 18 no quedan en el vacío. Eso sí, esto no es lineal; cada uno tiene su proceso. Quedarse en la residencia es voluntario, y eso también enseña responsabilidad y libertad.

- ¿Cuál era el principal problema del sistema y cómo fue el trabajo de incidencia para cambiarlo?

El problema era que el Servicio de Protección Especializada se desentendía de la necesidad de apoyo y protección que necesitaban los jóvenes después de los 18 años, y ni siquiera había seguimiento para saber qué pasaba con ellos al egresar de las residencias. El camino para cambiar eso requería que se viera el problema de frente, ver el dolor sin apartar la mirada, como sí se estaba haciendo desde lo gubernamental. Eso era tarea de muchos: de organizaciones, de activistas, de personas que trabajaban en el territorio y estaban inquietas por esta situación.

- ¿Cómo lo hicieron para que pudiera ser visto?

Implementamos una solución piloto, que no era para todos, sino acotada, chiquitita, pero que nos iba a dar las herramientas para demostrar que permitirles seguir en las residencias evitaba el riesgo en el que quedaban los jóvenes. Eso nos permitió argumentar con evidencia que esta era una deuda que teníamos como país.

- ¿Cómo fue el trabajo de incidencia para lograr el cambio legal?

Recorrimos tres gobiernos y eso fue desgastante, porque cuando hay cambio de administración uno tiene que entrar a explicar todo de nuevo. Pero con cada uno fuimos avanzando poco a poco. En el primero se empezó a hablar del tema y armamos una red de organizaciones a quienes nos inquietaba esta situación. En el segundo hicimos mucho ruido, mucha denuncia y logramos que se movilizaran muchas cosas. Cuando se creó la Ley del Servicio de Protección Especializada —que separó el Servicio Nacional de Menores, ex Sename, en dos— también se instaló con mucha fuerza este tema de los jóvenes que quedaban en el aire al cumplir 18 años. Claro, podían permanecer en el Sistema si estaban estudiando, pero al mínimo problema, eran egresados.

- ¿Luego qué vino?

En el tercer gobierno, el actual, se aprobó la Ley de Garantías. Ahí vimos una oportunidad: trabajamos para que en la armonización de esa ley con la Ley del Servicio de Protección Especializada y a Ley de Subvenciones —que da recursos a los hogares— pudiéramos insertar esta deuda. Allí conseguimos cambiar el requisito de estudios para que el apoyo fuera para todos, independientemente de si están estudiando o no y logramos que se reconociera la necesidad de apoyo en la transición a la vida adulta. Esta fue la batalla central, y la que se acaba de aprobar hace muy poco en la Cámara de Diputados.

Margarita junto a Magdalena Simonetti (directora de Juntos por la Infancia) y Tally Arriagada, egresado de una de las casas transitorias y hoy dirige la Red Egresa.

- ¿Cuál fue el argumento clave en el proceso?

Logramos argumentar que este cambio era algo necesario no solo desde lo ético o sistémico, sino también desde lo financiero: si el Servicio tiene financiamiento para quienes estudian, debería tenerlo para todos, porque el objetivo es que todas las y los jóvenes que viven en residencias puedan estudiar. Así se aprobó la nueva indicación: todos podrán permanecer hasta los 24 años, ya sea que estén estudiando o participando voluntariamente en procesos de apoyo para su inserción social.

- Este proceso no debe haber sido fácil y supongo que pasaste por momentos de frustración. ¿Qué cosas fueron un apoyo?

Muchas cosas. Entre medio de este proceso me invitaron a ser parte de la Red de Impacto, un programa de liderazgo que está impulsando Fundación Colunga y que me introdujo en el liderazgo adaptativo. Ahí comprendí en profundidad lo que significa trabajar en red y conquistar a otros grupos que uno no había considerado para provocar esta incidencia que estábamos buscando. Ese espacio me ha mostrado cómo trabajar en conjunto hace que las cosas se concreten, porque es en movimiento colectivo cuando logramos los cambios.

- ¿Cómo recibiste la noticia cuando esta modificación se aprobó?

Imagínate... 13 años peleándola. Tres gobiernos. Junto a muchas otras personas y organizaciones logramos ver que la tarea estuviera cumplida. Porque ya no es un piloto de viviendas de transición, ya no es algo que teníamos que demostrar que funcionaba: ahora es ley. Nunca más un joven va a tener pánico de cumplir 18 años porque se va a quedar sin un lugar donde vivir, sin qué comer y expuesto a todos los riesgos. Me doy por pagada. Siento que la pega hecha en equipo ya está ahí: logramos cambiar el sistema de protección.

- Con la modificación de la ley deja de ser necesario tener departamentos para apoyar la transición a la vida independiente. ¿Qué va a pasar ahora con la Fundación Sentido? ¿Seguirán con las casas?

Nos estamos repensando. Creemos que el mayor valor que tenemos como fundación, después de 13 años trabajando con niñas, niños y jóvenes en hogares y cinco años en viviendas de transición, es la sistematización de nuestra metodología. Queremos apoyar a los hogares que van a seguir acompañando a los jóvenes después de los 18 años. Ahí tenemos una labor importante. Además, estamos sistematizando la “metodología del amor”: explicar cómo se trabaja desde el amor y por qué es tan fundamental que ese sea el eje que acompaña a los jóvenes en su proceso.

- Después de tantos años acompañando a jóvenes en su proceso de independencia, ¿qué te han enseñado ellos sobre recomenzar, construir una vida propia, tener autonomía?

Tantísimo. Siempre se los digo: yo, teniendo todas las posibilidades, una familia hermosa, amor, educación, amigos, no sé si tendría la fuerza que tienen ellos para salir adelante. La fuerza, la determinación, la voluntad de cambiar sus vidas, pese a todo lo que han vivido, para mí los convierte en grandes maestros. Me enseñan sobre fortaleza, solidaridad y sobre la confianza, que tanto nos cuesta. Ellos, que aprendieron de la peor manera a no confiar, lograron volver a confiar. Y eso, para mí, es una lección de vida.

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