Paula

Migrantes y temporeras: las mujeres que sostienen la cosecha

Trabajan jornadas extenuantes en campos y packings chilenos, muchas veces sin contrato, sin descanso y con escasa protección. Son mujeres migrantes que, además de sostener la cadena alimentaria, enfrentan la maternidad, la discriminación y la informalidad. Pero también han tejido redes, construido comunidad y encontrado un propósito. Aquí sus voces.

Jhovana Romero, boliviana, llegó a Chile hace cinco años con un anhelo forjado en la infancia. “Mi hermana vino antes que yo y tenía unas cosas bonitas, bonitos zapatos, computadora. Entonces yo también quería”, cuenta. Pero su idea del país distaba de la realidad: “Pensaba que Chile era alrededor del mar, nunca imaginé los campos, ni que habría que trabajar en frutas, cebollas, en lo que sea”.

Su primer trabajo fue en la cosecha de frutillas. “Es la fruta más rica que hay, pero el proceso es muy duro y costoso”, dice. Recuerda jornadas extenuantes, cargando gamelas –esas cajas plásticas que se ven en la feria– montaña arriba, una y otra vez. “La frutilla es bajita, uno tiene que agacharse para cosechar. Un día ya no podía más, me puse a llorar. El jefe me vio y me despidió. Me dijo que yo no servía para la frutilla”, recuerda.

Ciela y María José, madre e hija ecuatorianas, también conocen el rigor del campo. Trabajan en una de las empresas agrícolas más grandes de la zona en que viven. “A veces ni al baño salimos, ni a tomar agua. Este trabajo es ‘al trato’: si paras un minuto, pierdes plata”, explica María José. La seguridad es otro problema, dice Ciela: “En el campo hay mucho barro. Uno se cae con el capacho, las matas son altas. La gente que come la fruta no sabe cómo se cosecha ni el riesgo que implica”.

En Chile, la participación de personas migrantes en el sector agroalimentario ha adquirido un papel importante durante los períodos de mayor demanda de mano de obra. La Sociedad Nacional de Agricultura (SNA) estima que el sector requiere cerca de 120.000 trabajadores temporales extranjeros cada temporada para cubrir labores agrícolas. Esta presencia ha sido fundamental para garantizar la continuidad de las actividades productivas, pero también ha puesto en evidencia desafíos estructurales en los procesos de reclutamiento y contratación, los cuales, en muchos casos, derivan en condiciones laborales precarias y riesgos de vulneración de derechos.

Las manos que sostienen la cosecha y los derechos que aún faltan

“Hay un tema de informalidad sistemática en el sector agroalimentario que con el tiempo hemos ido observando, donde la vulnerabilidad se suele profundizar en el caso de personas migrantes, que muchas veces aceptan condiciones injustas por necesidad o por miedo a perder el trabajo”, comenta Antonia Garcés, directora de la iniciativa Periplo Chile del consorcio que reúne a Fundación Avina, Casa de la Paz y Corporación La Morada y que tiene como misión, justamente, contribuir a la mejora del ejercicio de los derechos laborales de las personas migrantes.

Dentro de las principales vulneraciones que enfrentan estas trabajadoras, particularmente las migrantes, son: ausencia de contrato de trabajo, no pago o pago incompleto del salario, largas jornadas sin descanso adecuado, altos riesgos de accidentes sin protocolos ni cobertura médica y falta de elementos básicos de seguridad laboral. “No teníamos contrato, trabajamos así, y en momentos inclusive no nos han llegado a cancelar. Hasta el día de hoy ciertos contratistas no me han pagado. Es eso, los contratistas no son conscientes. Algunos te pagan inclusive menos de lo que tú trabajas”, relata un testimonio anónimo de la comuna de Melipilla, que para efectos de este reportaje llamaremos Sandra.

Este tipo de informalidad no solo afecta el salario de las y los trabajadores, sino también su acceso a seguridad social, salud y pensiones. En palabras de María José: “A los que tienen RUT provisorio igual les imponen, pero en la realidad, ¿cómo van a saber que te impusieron si el RUT provisorio no es como el del chileno? No tienes cómo averiguar eso”. María José cuenta con RUT nacional por vínculo familiar ya que su hija menor nació en Chile.

Si bien tanto el trabajo en packing como en el campo presenta condiciones riesgosas, existen diferencias significativas que vale la pena observar. En el campo, por ejemplo, los accidentes laborales son frecuentes y muchas veces no hay apoyo inmediato. Nelly Jaldin, temporera boliviana, recuerda: “Hubo una persona el año pasado que se fracturó la nariz. Y no había nadie que lo pudiera cuidar, no había ni siquiera una persona que lo pudiera apoyar. Falta mucha de esa seguridad en los fundos, que por lo menos haya un auxiliar, una ayuda en ese instante si a uno le pasa algo. Un prevencionista de riesgo o un paramédico”.

En contraste, en el packing existen protocolos más establecidos, aunque no exentos de peligro. “También existen accidentes. Por ejemplo, está resbaloso, te caes, o por ahí la grúa. Hay muchos accidentes. A veces en el molino también, una mala maniobra y te comes la mano”, relata Ciela.

El clima y las exigencias físicas también juegan un rol. María José cuenta que su madre prefiere a veces el packing sólo por las condiciones climáticas del campo. “La cosecha de la cereza se hace en verano y el sol es muy fuerte, la temperatura a veces no se aguanta”.

Triple carga: ser mujer, migrante y trabajadora rural

La experiencia de estas trabajadoras no puede comprenderse plenamente sin considerar la interseccionalidad: “A las desigualdades de género y migración se suma la dimensión étnica, marcando con mayor fuerza las brechas de acceso a derechos, el trato en los espacios laborales y las posibilidades de participación”, explica Antonia.

Y agrega: “Por ello, es crucial reconocer que las experiencias de las mujeres no son homogéneas y están atravesadas por múltiples sistemas de opresión que interactúan entre sí —como la raza, la clase, la orientación sexual o la discapacidad—“.

Así, cuando una mujer migrante trabaja en el campo, no sólo enfrenta los riesgos propios del trabajo agrícola, también carga con la desigualdad de género, la falta de redes de apoyo y, muchas veces también con la maternidad a cuestas”. Y es que muchas de estas trabajadoras migrantes llegan con sus hijos o los tienen aquí, y son ellos y ellas, sus hijos e hijas, quienes les dan impulso para resistir y seguir adelante. Así lo expresa Jhovana Romero, con emoción contenida: “Me animé a quedarme porque tengo un bebé que es chileno, mi chilenito. Mi motivo de seguir, porque creo que tiene derecho de vivir o conocer su país por lo menos, ¿no? [...] Me encanta Chile, yo me quedo con Chile. Así que decidí seguir trabajando", dice.

Según la experta, es necesario que esta interseccionalidad sea considerada tanto en las políticas públicas como en las condiciones de contratación. “Migrar con hijos pequeños o tenerlos en un país nuevo, mientras se trabaja en condiciones adversas, es una muestra de una resiliencia profunda que muchas veces es invisibilizada”.

Y no es una opción para ellas. Muchas de estas mujeres cargan con la responsabilidad de ser las únicas sostenedoras de sus familias, ya sea en Chile o en sus países de origen. “Para ellas, trabajar no es una elección, es una urgencia que las moviliza desde el cuidado”, dice Garcés.

Sandra, una trabajadora de Melipilla, lo dice con honestidad: “Mi familia ahora está compuesta por mi hijo y por mí. He tenido a mi hijo aquí [...] y tuve que tomar la decisión de quedarme aquí por él. Por el bien de mi hijo y también yo, para poder tratar de estudiar algo. Ser alguien en realidad. La verdad quiero identificarme como una persona que sirvo a la sociedad de algún otro modo”.

Ese deseo de proyectarse más allá de la urgencia inmediata no es aislado. A pesar de las adversidades, muchas mujeres migrantes encuentran en el campo no solo un espacio de trabajo, sino también de arraigo; han tejido redes, construido comunidad y, en algunos casos, reencontrado un propósito. La decisión de quedarse, aun con todo en contra, da cuenta de una fuerza cotidiana que sostiene buena parte del tejido social agrícola.

Y en ese proceso, también desafían estereotipos. Como Nelly, que ha abierto caminos más allá de lo esperado: “Yo sé que puedo hacerlo todo. He ingresado a trabajos que nunca en mi vida imaginé ingresar. Como ayudante de albañil, he trabajado en el campo. Me he medido con hombres y tengo la misma capacidad de trabajar, y me siento orgullosa de mí”, dice.

Esa fortaleza no siempre se traduce en grandes gestos, pero sí en una red silenciosa que lo sostiene todo. “Donde el Estado a veces no llega, llegan ellas. Las mujeres migrantes han generado espacios de apoyo mutuo, liderazgo y cuidado colectivo que, aunque informales, son esenciales para la sobrevivencia cotidiana y el bienestar emocional. Se acompañan en la crianza, la migración y el trabajo”, señala Antonia Garcés, de Periplo Chile.

Lo que hay detrás de cada fruta

“Detrás de cada producto que llega a tu mesa están las manos de trabajadores que cosechan la tierra”, fue el eslogan de la última campaña de Periplo que tenía como objetivo visibilizar a estas trabajadoras; mostrar que para que esos productos lleguen a la mesa hay algo más que una cadena productiva: mujeres que cruzaron fronteras, dejaron hijos atrás o los trajeron consigo. Mujeres que, a pesar del cansancio, vuelven al campo cada día.

Jhovana Romero hace esa invitación: “Preguntarse igual si detrás de esa fruta alguien ha comido, si alguien tiene sed, si alguien tiene un sombrero, si alguien… por último, si está bien o no. Porque para los migrantes que nosotros somos, no hay que uno esté mal, no hay nada. Estés decaído, estés enfermo, aunque se te salga una tripa, tú tienes que ir a trabajar”.

Formalizar el empleo, eliminar intermediarios abusivos, garantizar condiciones de salud y seguridad, y generar entornos libres de discriminación son decisiones que pueden cambiar vidas. “El primer paso para transformar la realidad de las mujeres migrantes en el agro es revisar cómo están siendo contratadas. Un reclutamiento responsable no es un lujo, implica garantizar que las personas sepan a qué vienen, en qué condiciones trabajarán, y que no existan cobros indebidos ni promesas falsas. A las empresas que aún no han hecho esta revisión, las invitamos a tomar este compromiso ético básico”, comparte Antonia Garcés.

Para acompañar a las empresas del sector en este proceso, es que Periplo Chile desarrolló la Guía para el Reclutamiento Responsable de trabajadores y trabajadoras migrantes en el sector agroalimentario. “Con esta guía proponemos avanzar hacia un modelo de reclutamiento más ético y corresponsable, en el que cada actor -desde las empresas hasta el Estado- cumpla un rol en garantizar contrataciones dignas y seguras”, explica Antonia Garcés.

Porque más allá de las cifras, las guías y las campañas, el campo sigue siendo un lugar donde, pese a todo, muchas mujeres encuentran sentido. Un espacio que, aunque duro, también puede ser refugio. Como dice Jhovana con amor profundo: “Yo en el campo soy feliz, ahí está mi naturaleza. Ahí es cuando yo soy persona”.

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