Paula

Niñez tras las rejas: la realidad de los hijos de mujeres privadas de libertad

Aunque los hijos de mujeres privadas de libertad no forman parte de la población penal, viven bajo la misma condición de encierro que sus madres. Sin acceso garantizado a la salud, espacios de recreación, ni vínculos familiares estables, su desarrollo se ve afectado por un sistema que aún no define con claridad quién se hace responsable de proteger sus derechos.

En Chile hay niños y niñas que pasan sus primeros dos años de vida sin contacto con el exterior, sin acceso a luz natural ni áreas verdes. Son hijos de mujeres privadas de libertad y, aunque no forman parte de la población penal, viven bajo la misma condición de encierro que sus madres.

La socióloga Marcia Tijero, encargada de la Unidad de Estudios del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), recuerda el caso de uno de ellos: hijo de una mujer inmigrante venezolana, nacido en prisión. Su madre no tenía ningún vínculo con el exterior; no había familiares ni redes de apoyo que pudieran sacarlo de ese entorno. Antes de cumplir los dos años –edad en que la ley obliga a separarlos– suele iniciarse un proceso paulatino de adaptación, con salidas de fin de semana junto a la familia cuidadora. En este caso, eso no ocurrió. El niño no conocía el pasto, no había visto perros, autos ni calles.

Su caso no es aislado. Desde la entrada en vigencia de la Ley 20.000, que reemplazó a la anterior normativa sobre drogas y redefinió los delitos de tráfico y microtráfico, el 2 de febrero de 2005, ha aumentado la cantidad de mujeres encarceladas, incluidas gestantes y madres de lactantes. Hasta abril del año pasado, 206 mujeres se encontraban recluidas en las Secciones Materno-Infantiles (SMI) de las distintas cárceles del país, y 136 de ellas vivían junto a sus hijos menores de dos años.

Espacios poco aptos

El Reglamento de Establecimientos Penitenciarios establece, en su artículo 19, que “los centros penitenciarios femeninos contarán con espacios y condiciones adecuadas para el tratamiento pre y postnatal, así como para la atención de los hijos e hijas lactantes de las internas”.

En la práctica, sin embargo, las SMI no cuentan con una estructura predeterminada. Su funcionamiento depende de los recursos y del espacio disponible en cada recinto penitenciario. Suelen ser zonas adaptadas dentro de cárceles comunes, con condiciones muy dispares y sin un estándar nacional.

El Comité para la Prevención de la Tortura (CPT) ha constatado que muchos de estos espacios se crearon a partir de celdas o pasillos adaptados, sin planificación. En algunos casos, los niños gatean sobre cemento o duermen en ambientes ruidosos y hacinados. “En Puerto Montt –por ejemplo– la llamada ‘Sección Materno-Infantil’ eran solo dos celdas con una cuna y un móvil. Los niños escuchaban los procedimientos de registro, los gritos y los golpes en las puertas”, relata una integrante del comité.

A estas condiciones materiales se suma la exposición temprana a la lógica carcelaria. Keomara Jaramillo, abogada del Área de Protección de Derechos Humanos de Gendarmería de Chile, comenta lo impactante que resulta saber que, en muchos casos, la primera palabra de los niños que viven en este contexto sea “cabo”.

Desde el Instituto Nacional de Derechos Humanos, además, advierten lo “delicado que es para los niños verse expuestos a los cateos y revisiones de celdas, que suelen ser sorpresivas, nocturnas y extremadamente ruidosas, entendiendo lo difícil que es lograr hacer dormir a un bebé de menos de dos años”. Procedimientos que interrumpen su momento más tranquilo y de apego con sus madres.

Derechos vulnerados

Estas condiciones configuran un entorno que vulnera los derechos básicos de la infancia. “El encierro no es un contexto adecuado para el desarrollo emocional ni físico de un niño”, advierten las analistas del CPT.

Hasta hace poco no existía un protocolo dirigido específicamente a las niñeces que viven en contexto carcelario. Para abordar esta ausencia, Gendarmería de Chile estableció la Resolución Exenta 1426, una normativa que entrega instrucciones para garantizar y respetar los derechos de las personas gestantes y de quienes tienen bebés lactantes privadas de libertad. Aun así, los niños y niñas siguen expuestos a diversas carencias y vulneraciones en su bienestar por el solo hecho de vivir bajo encierro las 24 horas del día.

La resolución surge tanto de necesidades evidentes como de vacíos legales. La Ley Orgánica de Gendarmería no establece responsabilidades explícitas sobre el cuidado de la infancia, pese a que son sus funcionarios quienes custodian, vigilan y coordinan la vida cotidiana de madres e hijos en prisión.

Así, aunque estos niños no forman parte de la población penal, ya que no han cometido delito alguno, su vida cotidiana queda igualmente determinada por las reglas del encierro. Se configura así una contradicción legal y ética: el Estado los reconoce como sujetos de derecho, pero en la práctica los trata como acompañantes dentro de un sistema diseñado para la custodia de adultos.

En lo cotidiano, esto se traduce en restricciones concretas. Cada interna puede inscribir hasta diez personas para visitas, lo que incluye a quienes ven al niño o niña. Si la familia es más numerosa, el resto de los parientes no puede ingresar, limitando el contacto afectivo. Además, la cantidad de visitas semanales varía según el recinto penitenciario, entre uno y dos días a la semana, lo que restringe la posibilidad de mantener vínculos familiares amplios.

A esto se suma el acceso a la salud. Keomara Jaramillo explica que los niños no son considerados parte de la población penal, por lo que no cuentan con atención médica interna ni con cobertura garantizada. “Los contratos de salud solo cubren a personas privadas de libertad, no a sus hijos”, agrega.

En caso de urgencias, deben ser trasladados a la red pública en un auto particular, junto a su madre y dos escoltas. Sin embargo, según testimonios recogidos por Verónica Vázquez, psicóloga del área de monitoreo de derechos de NNA bajo el cuidado del Estado de la Defensoría de la Niñez, y Fernanda Cueto, directora de la Red de Acción Carcelaria, este procedimiento no siempre sería efectivo. Ambas afirman que en situaciones de emergencia no siempre se cuenta con funcionarios disponibles para realizar los traslados.

Consultada por este medio, Gendarmería declaró no estar al tanto de estas situaciones. “Se hace todo lo que sea necesario para llevar a los niños a los servicios de salud cuando corresponde”, señalan.

Impacto en el desarrollo

La psicóloga Constanza Adam, experta en heridas de infancia, explica que el entorno carcelario resulta especialmente adverso para el desarrollo infantil. Por un lado es sobrestimulante, por el exceso de ruido y vigilancia constante, y por otro, carece de una adecuada estimulación sensorial. Bajo estas condiciones, señala, los niños pueden presentar retraimiento social, al no interactuar con otros de su misma edad, así como retrasos en el desarrollo motor y cognitivo, vinculados a la dificultad para comprender e integrar su entorno.

Adam agrega que la rutina rígida propia de la cárcel puede afectar la regulación emocional de los niños que viven en este contexto. “Esta rutina les genera estar en un constante estado de hiperalerta”, advierte.

El médico psiquiatra Adrián Mundt refuerza esta mirada y señala que estos niños quedan limitados casi exclusivamente al apego con la madre, privados de otros vínculos fundamentales, como el padre, los abuelos y otros familiares.

Desde la atención primaria, el médico de familia Alejandro Schulze enfatiza que la crianza carcelaria durante el período de 0 a 2 años está sujeta a múltiples riesgos. La falta de estimulación en el encierro genera “retardo del desarrollo” y retrasos en el aprendizaje, afectando hitos como el habla y el movimiento. A esto se suma el impacto del estrés materno y la posible mala alimentación de la madre en la lactancia, clave para el aporte inmunológico, una situación que puede sentar las bases de problemas de salud a futuro, como obesidad y otras enfermedades crónicas.

En la misma línea, Marcia Tijero, del Instituto Nacional de Derechos Humanos, afirma que la crianza de estos niños en espacios carcelarios, donde están privados de necesidades esenciales como el acceso a luz natural o áreas verdes, “generan daños permanentes en su desarrollo sensorial y emocional”.

Intentos por mejorar

Si bien el acceso a la salud presenta problemas y desafíos estructurales, Gendarmería y otros organismos han implementado algunas iniciativas para mitigar las carencias y mejorar las condiciones de vida de los niños y niñas que viven en recintos penitenciarios.

Para asegurar el Control de Niño Sano, por ejemplo, personal de los CESFAM se traslada, cuando es posible, directamente a los recintos penales, con el fin de reducir los traslados y asegurar la continuidad de la atención pediátrica de rutina.

En materia de alimentación, el artículo 73 de la Resolución Exenta establece que la dieta de gestantes, lactantes y niños debe ajustarse a las indicaciones del Ministerio de Salud, y exige la presencia de un nutricionista penal que supervise la entrega de dietas diferenciadas.

La creación en 2024 de la Resolución Exenta 1426 de Gendarmería de Chile es otro intento por establecer un protocolo específico que regule la situación de la niñez en las Secciones Materno-Infantiles. La norma incorpora principios de enfoque de género y de derechos humanos, regula las visitas y prohíbe sanciones que afecten directamente a los niños, como la suspensión de visitas o el aislamiento de la madre.

Sin embargo, organizaciones civiles advierten que estos avances normativos no se han traducido en mejoras concretas. Desde la Red de Acción Carcelaria, Fernanda Cueto señala que “la resolución es un avance administrativo, pero no cambia la falta de recursos ni la desigualdad estructural”.

Según explica, programas como Creciendo Juntos –que busca fortalecer el vínculo entre el niño y su madre– funcionan de manera irregular, ya que dependen de la disponibilidad de psicólogos o trabajadores sociales que, en muchos casos, atienden a toda la población penal y no solo a las madres y sus hijos. “Hay niños que no tienen control pediátrico regular, y en algunos recintos ni siquiera hay profesionales capacitados para atender una emergencia infantil”, añade.

Más allá de estas iniciativas, organismos como el INDH y fundaciones como la Red de Acción Carcelaria han sido clave para impulsar mejoras. El caso de Valdivia –donde una mesa de seguimiento y una abogada del INDH lograron la implementación de pasto sintético tras más de una década de solicitudes– muestra cómo la presión externa puede superar la “cuestión de voluntad y burocracia” para concretar cambios en los espacios de las SMI.

La separación

La separación obligatoria a los dos años marca un punto de inflexión en la vida de los niños nacidos en recintos penales. A esa edad límite, la ley impone una ruptura abrupta que, según los expertos, choca directamente con las necesidades del desarrollo infantil y, según los testimonios, da inicio a una nueva serie de dificultades para sostener el vínculo.

El psiquiatra Adrián Mundt señala que en la cárcel los niños sufren una privación de estímulos y una fuerte limitación de vínculos, quedando atados casi exclusivamente a la madre. Cuando ocurre la separación forzada, el trauma se intensifica: se rompe el lazo primario y el niño debe enfrentar, de manera abrupta, un entorno completamente desconocido.

Mientras Gendarmería asegura hacer “todo lo posible” y defiende sus protocolos internos, los testimonios de madres privadas de libertad muestran una experiencia distinta. Según sus relatos, muchas enfrentan serias dificultades para coordinar los tiempos de visita con sus hijos, lo que transforma la separación física en un aislamiento emocional prolongado.

El principal reclamo apunta a la inexistencia de un protocolo que permita sostener el vínculo una vez que el niño deja la cárcel. “Es necesario un acompañamiento con alguna trabajadora social que permita continuar con el vínculo, a través de las visitas, una vez que ya no están dentro”, dicen. Algo que desde La Red de Acción Carcelaria y la Defensoría de la Niñez han criticado históricamente: advierten que el Estado no garantiza la fluidez de las visitas y termina aislando a la díada, profundizando el daño emocional.

Así, la situación de los niños y niñas que viven en cárceles abre, inevitablemente, una discusión más amplia. Keomara Jaramillo dice que “la perspectiva de género en el sistema penitenciario es una obligación ligada a la justicia material, ya que las mujeres privadas de libertad viven realidades distintas a las de los hombres. Cerca del 60% comete delitos de microtráfico por necesidad económica mientras asumen el cuidado de sus hijos. Su encarcelamiento, entonces, interrumpe la maternidad, genera vulnerabilidad familiar y afecta profundamente a los niños que quedan al cuidado de terceros”.

Por ello –concluye– el Estado sigue en deuda y se requieren medidas que permitan pensar alternativas al encarcelamiento de mujeres cuidadoras.

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