Apuntes sobre el tren ramal desaparecido y la literatura del sur

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CZECH REPUBLIC. 1993. Black Triangle region (Ore Mountains). The limit of a coal-mine.

Algunas notas sobre desapariciones, desaparecidos y los relatos de Fogwill, Coloane y Saint-Exupéry.


Durante la tarde-noche de ayer, entre las imágenes del desastre post-huracán en la ciudad de Los Ángeles, la casa alcanzada por un rayo en La Araucanía y la micro devastada por la furia anti-Ley Aula Segura, aparecía en los medios una noticia con ciertos visos escalofriantes: el Ramal que comunica Talca y Constitución se encontraba desaparecido. Según se puede constatar en las notas de prensa, el vehículo, que debía llegar a la ciudad costera a las 20:00 horas, se encontraba con un preocupante retraso. Al mismo tiempo –el azar es un elegante guionista—, y debido a la complejidad de la geografía que el bus-carril atraviesa, las estaciones perdieron contacto absoluto con la máquina.

El Ramal, vestigio del auge del ferrocarril en Chile, apareció cerca de las 2 de la madrugada. La razón del retraso fue la caída de árboles en el camino. Nada escalofriante, como verán. Sin embargo, esta clase de fenómenos –meros accidentes, en el mayor de los casos—han sido un potente acicate para la imaginación. En Los pasajeros del tren de la noche, Fogwill imagina un tren que regresa al pueblo con soldados que todos daban por muertos: "Esa mañana se lo comentó mucho porque los dos que estaban en la estación esperando la llegada del tren reconocieron al Diego entre los tres soldados que volvían, y Diego Uriarte era un muchacho muy querido de todos, porque era el hijo del patrón del buffet del Club Social donde funcionaba el casino, porque había sido capitán del equipo de básquet y campeón de pelota y porque en el pueblo se daba por seguro que Diego Uriarte había muerto en el frente hacía dos años y hasta le hicieron unas misas. Por eso, más que por otra cosa, corrió la voz y todos se acuerdan del día y suponen que los soldados comenzaron a volver aquel jueves cinco de diciembre", apunta en el relato.

En su libro Naufragios y rescates, Francisco Coloane se dedica a recopilar diversos episodios de naufragios en las costas chilenas. "Así como el agua es una plataforma para la navegación y la transformación del mundo, esa misma agua es capaz de las peores depredaciones", anota en el prólogo. Hay por lo menos dos de estos desastres que Coloane pesquisa que vale la pena recoger. El 25 de julio de 1770, entre la desembocadura de los ríos Maule y Mataquito, atrapado en medio de una tormenta, el barco español Oriflama desaparecía entre olas y rocas costeras. Según una de las crónicas recogidas por Coloane, "en abril de 1771, se presentó el capitán don José de Gana en representación de don José Manuel de Ustariz i don Nicolás de Rojas (…) en demanda de ausilio para recoger algunos cajones con cristales que el mar había arrojado a la playa, como los únicos objetos de algún valor escapados del naufragio".

Varios años más tarde y alimentados por la codicia y la educación sentimental de las novelas de aventuras, José Luis Rosales fundaría Oriflama S.A., empresa dedicada a buscar el presunto botín, oculto bajo las dunas donde habría encallado el galeón español. Empresa, todo hay que decirlo, que cuenta entre sus miembros a ese extraño y oscuro personaje llamado Carlos Cardoen.

Otra de las desapariciones que alimentaron las pesadillas de la buena conciencia nacional fue la del Jilguero, barca que salió desde Ancud con dirección a Queilin en mayo de 1885. Al igual que el Ramal y el Oriflama, un temporal se interpuso entre los viajeros y su destino. Para el clero de la época, sin embargo, y en plena colonización del archipiélago de Chiloé, no habría sido el clima sino la intromisión de (sic) "indios piratas que en esos años infestaban los mares del sur". Nace ahí la infame historia de Ñancupel, conocido en el sur como el último pirata de las Guaitecas. La desaparición del Jilguero, entre otros chismes de alto calibre, hicieron crecer la leyenda que terminaría con el fusilamiento del Ñancupel en la cárcel de Castro.

Otro que hizo de los accidentes una oportunidad para el misterio fue Antoine De Saint-Exupéry. Su novela Vuelo nocturno, escrita a partir de su experiencia como avezado aviador, tiene también a su desaparecido: Fabien, que en medio de la noche y sin combustible, se transforma en otra víctima de aquel riesgoso trabajo que alguna vez fue el correo aéreo. Antes de perderse, Fabien tiene momentos de contemplación, acaso éxtasis, del paisaje que lo rodea: "Las colinas, bajo el avión cavaban ya su surco de sombra en el oro del atardecer. Las llanuras tornábanse luminosas, pero de una luz inagotable: en este país no cesaban de exhalar su oro, como, terminado el invierno, no cesaban de entregar su nieve".

La revolución también tuvo sus trenes y sus desaparecidos, pero no fue el clima lo que los cercó de oscuridad y niebla ni hay misterio alguno tras su debacle. Terror y violencia, sí, pero no la de los temporales violentos del sur. Trenes que descarrillaron. Desapariciones y desaparecidos sin fábula ni leyenda.

* Foto portada: Josef Koudelka.

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