Chile Hooters

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Si alguien estaba de cumpleaños había que hacer una pausa, especialmente las Chicas Hooters, quienes entonaban con exagerado afecto una especie de himno arriba de las mesas.


Por medio de una conocida llegué a trabajar un verano, hace más de 15 años, a un restorán que se había instalado recién entre las calles Isidora Goyenechea y El Bosque, en ese entonces el oasis de la capital o la capital del oasis. Se llamaba Hooters y era parte de una cadena de comida americana. Había empezado por el año 83 en Estados Unidos y el menú incluía mucho Buffalo Wings, Hot Wings, Chicken Wings, en chileno, alas de pollo fritas con salsa agridulce. Las papas venían en canastos de plástico, y en vasos de fibra de vidrio podías repetir la bebida mezclada con agua cuantas veces quisieras.

Llegué a la entrevista con el administrador, o gerente, como le gustaba que lo llamaran, que tenía su oficina en el segundo piso. Tenía unos 35 años y vestía pantalones Dockers color beige y una polera de cuello piqué con la imagen de un búho en la esquina superior. Su entusiasmo al hablar era similar al de una bebida energética recién batida, y siempre parecía desconectado o conectado solo a su blackberry. Me dijo que era un lugar enfocado a una clientela tipo "jóvenes oficinistas bien" y que, por lo tanto, la importancia de las "Chicas Hooters", así llamaba a las meseras, era fundamental. Me habló del modelo de negocio, me dijo que las propinas eran extraordinarias y que, por lo mismo, el sueldo era un complemento: "Esta es una oportunidad para ti".

Acto seguido, buscó en su escritorio una bolsa en la que venía el uniforme: un short de futbolista color naranjo y una sudadera blanca ajustada que a la altura del pecho decía Hooters: las dos "O" eran los ojos del búho y fácil suponer qué más. Terminó de manera enfática, nivel dos bebidas energizantes, diciéndome que el uniforme debía cuidarlo, que era regalado, pero que si algo le pasaba tendría que comprarme yo uno a un valor equivalente a la mitad del sueldo. Me terminó hablando, entre pequeñas gotas de saliva que blancas salían de su boca, de estrategias y marketing. Entre mi confusión juvenil y la falta de plata, acepté.

El turno comenzaba a las 19.00, pero debía llegar a las 17.00 para repasar cubiertos, ordenar servilletas, canastillas, cambiarme de ropa y maquillarme como el resto de las Chicas Hooters. Chicas súper desarrolladas y con un conocimiento de la cosmetología que yo ni siquiera vislumbraba. Arreglarse con ellas era como estar en esos camarines de una secundaria gringa escuchando hablar de tele, moda, marcas; se pintaban la boca con un glipsi brillante, se delineaban las cejas y los ojos que era una obra de arte, se planchaban el pelo hasta que salía humo y se ponían medias para disimular cualquier imperfección. Había mucho entusiasmo e ilusión, como aquellas jóvenes que llegaban a los casting de un programa como Mekano o Yingo. La voz del administrador disponiendo, de hecho, me recuerda a la de esos animadores cuyos nombres no gratuitamente han aparecido en muros y pancartas como símbolos de lo que ya no se tolera en estos días de marchas.

El público a la hora de almuerzo eran mayoritariamente los "jóvenes oficinistas bien". Todos con pantalón igual de beige o crema, camisa color celeste arremangada hasta el antebrazo y buenos para preguntar de qué colegio saliste. Me tocó atender a uno y a su amigo que entre risas (carcajadas como las de Viñuela eran la permanente banda sonora), me dijo: "Te faltan un par de cazuelas". Los he recordado este mes en que he visto a tanto tipo de pantalón beige escandalizado por algunos desnudos femeninos de protesta.

También frecuentaba al almuerzo mucho señor mayor solo, o gringos igual de solos y viejos, con las caras sudorosas y blancuzcas parecidas a las del tipo de chaleco amarillo que el domingo pasado disparó en Reñaca. Una vez uno me preguntó cuánto le costaría cruzar esa puerta conmigo, indicando la salida. Lo miré, cerré su pedido y le conté a mi amigo el cocinero, que me dijo: "No te preocupes, en la hamburguesa masticará tus garabatos".

Si alguien estaba de cumpleaños había que hacer una pausa en el tráfago de platos y bebidas, especialmente las Chicas Hooters, quienes entonaban con exagerado afecto una especie de himno arriba de las mesas moviendo en puntillas sus blancas zapatillas. Apenas advertía el movimiento de ese show, huía al baño y me quedaba ahí hasta que dejaban de cantar. Pero un día el administrador me vio y como quien toca la bocina me dijo que ese era el momento de realización para una Chica Hooter y que no podía no estar.

Así pasaron semanas, entre las escondidas y las malas propinas. Hasta que el Día de San Valentín atendí a un joven inglés que me preguntó a cuánto le vendía el uniforme: I have a girlfriend... La fantasía de llevárselo a su novia se había apoderado de su mente. Me pareció atendible y sumado al hastío de trabajar en ese lugar le di en mi inglés precario un monto razonable y aceptó. Le dije que rellenara la bebida hasta que terminara mi turno y que nos juntáramos en Plaza Perú. Cuando salí, pasé a despedirme del cocinero y me fui con el uniforme en una bolsa. Esa fue mi indemnización. Luego me puse a caminar hacia Tobalaba con la satisfacción y certeza de que no volvería a trabajar en un lugar así. Pasado mañana buscaría otra pega, de vendedora quizás, pero antes me quedaría un día entero en casa, ojalá bajo el ceibo con la cabeza en alto, recuperando la vitalidad que la máquina de los Buffalo Wings había socavado.

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