Culto

Resurrección

Resurrección fue estrenada en Berlín en 1895 bajo la dirección de Mahler. El compositor solía escribir programas que ilustraran el significado de su música. Luego se distanció de tal práctica autoral tradicional: la música debía hablar por sí misma, asumió en un sentido propiamente moderno acorde a la bifurcación que su obra inauguró en la forma sinfónica.

Siempre es fascinante advertir cómo la música de Mahler produce tanta compenetración en los públicos. Algunas veces es emocional (gloria y muerte se superponen), otras cognitiva (¿cómo resolverá este pasaje, esta transición?), otras corporal (resuena en texturas distintas). Probablemente sea también una compenetración espacial, como cuando en la sala se escucha música que nadie interpreta, que parece venir del “más allá”; y quizás sea compenetración temporal, como cuando una irrupción —sorpresiva siempre pero anticipable— cambia la marcha del continuum.

En el extraordinario CEAC, la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile, conducida por Ira Levin, el Coro Sinfónico de la Universidad de Chile, bajo dirección de Juan Pablo Villarroel, la mezzo Javiera Barrios y la soprano Camila Romero, interpretaron la Segunda Sinfonía en do menor de Gustav Mahler, Resurrección. Cinco movimientos alrededor de la muerte para un momento memorable de la aún corta vida de la Gran Sala Sinfónica Nacional, destinada a dejar una huella significativa en la vida musical chilena de las próximas décadas.

Resurrección fue estrenada en Berlín en 1895 bajo la dirección de Mahler. El compositor solía escribir programas que ilustraran el significado de su música. Luego se distanció de tal práctica autoral tradicional: la música debía hablar por sí misma, asumió en un sentido propiamente moderno acorde a la bifurcación que su obra inauguró en la forma sinfónica. En uno de sus últimos programas, Mahler presentaba el primer movimiento como el momento en el lecho de muerte de alguien querido en quien, no obstante, domina la confusión ante la muerte. Viajamos por su juventud en el segundo movimiento; la confusión y la duda ante Dios vuelven en el tercero y parecen resolverse en el cuarto, en una fe recóndita que se intuye tras la (ausencia de) razón. Pero entonces adviene el Apocalipsis con sus trompetas insoslayables, el día del Juicio Final ha llegado —el fin de todo lo vivo y de la posibilidad de sentido. Pero en medio del caos, desde sus vórtices infernales, un coro de seres celestiales anuncia la resurrección: “Y he aquí: no hay tribunal; no hay pecador ni ser humano justo, ni grande ni pequeño; no hay castigo ni recompensa. Un sentimiento de amor omnipotente nos ilumina con un saber y un ser redimidos”.

Entre capas de sensaciones, la orquesta transmite estos mensajes y muchos más, aquellos emocionales, cognitivos y corporales que trascienden lo explicable y que hacen de la música de Mahler una experiencia subjetiva y a la vez universal. Puede ser que por primera vez tengamos en Chile una espacialidad acústica cercana a la perfección para escuchar a una orquesta sinfónica, especialmente a una megaorquesta como la necesaria para la Segunda Sinfonía; puede ser también que, por primera vez, estemos viendo, desde cualquier posición en la sala, cómo la música no es solo sonido, sino también movimiento al menos tridimensional. Puede ser todo esto, pero si esas condiciones existen, entonces escenario, performance y experiencia deben volverse una unidad, una totalidad, diría Theodor Adorno. Cerca de 15 minutos de aplausos de pie de personas entre alrededor de 13 y 80 años de edad y los universales “bravo” por doquier, solo pueden significar que esa unidad se logró; y seguramente también significan agradecimiento y esperanza de resurrección en tiempos de incertidumbre, sea una resurrección en la inmanencia de nuestras vidas cotidianas o en la trascendencia de lo que nos supera.

Adorno sostenía que el arte de Mahler imitaba el curso del mundo para hacer aparecer en él súbitamente la disrupción, la protesta y marca del desertor, de aquel que ya sabe que el mundo dejó de ser de su autoría, pero que se resiste a aceptarlo. La marca es personal, radicalmente individual y, muchas veces, amargamente solitaria. Podemos experimentarla como fin y fuente de sentido, pero el mundo seguirá su marcha. Mahler es moderno, posromántico, probablemente posracional. Al parecer, nos compenetramos con su obra porque, a pesar de revelarnos la ausencia de armonía en la estructura del mundo, nos exhibe un sentido de unidad que se puede experimentar en la diferencia y lo inesperado. De otro modo, nadie aplaude 15 minutos de pie.

Dos funciones es poco para un trabajo de esta envergadura, de Levin, de los músicos y cantantes; poco para una experiencia de conexión trascendente del público con el arte de Mahler. Lo extraordinario es memorable, pero corre el riesgo de volverse mito si son pocos los que acceden. Probablemente el CEAC deba aún aprender a reeditar los momentos irrepetibles que está construyendo, para repartir alegría a más personas. Sin duda habrá nuevas oportunidades para ello.

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