
Un soplo en el corazón: un relato de Jaime Bayly
Mientras caminaba dos cuadras hasta el colegio Markham, me preguntaba si esa mañana iría a clases o me escaparía. Raramente quería ir a clases, salvo que ese día tuviésemos un partido de fútbol.

Lo mejor de ir al colegio era escaparme. Mi padre me llevaba en su auto americano, un trayecto largo, una hora, desde su casa en el campo. Según su humor, me daba un dinero, o no me daba nada, al despedirse de mí. En cualquier caso, yo tenía dinero porque, cuando él se metía en la ducha, hurtaba un par de billetes de su cartera, para estar protegido si más tarde, al despedirnos, no me daba nada. Yo bajaba de su auto a dos o tres cuadras del colegio, en la avenida Benavides, así él no tenía que meterse en el embrollo de tráfico frente a la puerta del colegio.
Mientras caminaba dos cuadras hasta el colegio Markham, me preguntaba si esa mañana iría a clases o me escaparía. Raramente quería ir a clases, salvo que ese día tuviésemos un partido de fútbol. Si tocaba fútbol, entraba encantado. Yo vivía para jugarlo, para verlo, para leer la revista El Gráfico que me llegaba desde Buenos Aires. Pero si esa mañana tenía cursos espesos, como matemáticas, o química, o religión, ciertamente prefería no entrar al colegio. Una vez que el auto de mi padre se alejaba, yo desviaba mis pasos, tomaba un atajo y, de pronto libre, caminaba a toda prisa por la avenida Benavides, con la determinación de un predicador mormón o un vendedor de biblias, rumbo al corazón de Miraflores, no muy lejos del colegio.
Si bien había desayunado en casa de mis padres, siempre tenía hambre a las ocho de la mañana, más todavía cuando llevaba billetes grandes en los bolsillos, unos billetes en soles que, a diferencia de las cosas más o menos abstractas e inútiles que enseñaban en el colegio, me aseguraban ciertos placeres estimables, aledaños a la libertad. Solía entrar en un nuevo local de hamburguesas que habían inaugurado en la avenida Benavides, frente al apartamento de mi amigo Arteaga, o caminar hasta la avenida Larco y sentarme en la Pastelería Sueca, que ofrecía unas delicias irresistibles para un adolescente como yo, o ir más allá, a paso rápido, hasta el café Haití, un lugar vibrante y bullicioso, cuyos mozos ya sabían que pediría el sándwich de huevo frito con jamón y queso. Desde luego, también me tentaba comer en La Tiendecita Blanca, pero no me animaba porque era un café más elegante y señorial, y corría el riesgo de encontrarme con alguien de la familia.
A veces un camarero, o un comensal, o una señora coqueta, me preguntaba qué hacía allí, con uniforme escolar, comiendo en un café de Miraflores, en horario de clases, y entonces yo mentía con aplomo:
-Vengo de la clínica, tenían que sacarme sangre, y como fui en ayunas, me moría de hambre y vine a desayunar.
El mozo, o el cliente interesado en mi suerte, preguntaba por mi salud, y yo seguía mintiendo:
-Tengo un soplo en el corazón, es un defecto congénito, nací con el soplo.
Terminado el desayuno, pagaba con los billetes de mi padre y me dirigía a ver los entrenamientos de un club de fútbol. Yo era hincha del Cristal, cuyas estrellas más rutilantes provenían de Universitario, y conocía a algunas de ellas porque un prominente miembro de mi familia, abogado exitoso, político honorable, casado con una hermana de mi madre, era también dirigente de ese club de fútbol, y de vez en cuando me invitaba al estadio y, junto con sus hijos, me llevaba a los camarines. Por eso me encantaba ver entrenar al Cristal, pero no era fácil llegar a las instalaciones del club, en una zona pobre de la ciudad, detrás del centro histórico, y tampoco era sencillo que me dejasen entrar, a pesar de que yo mostraba mi carné de hijo de socio y decía que era sobrino del doctor Osterling, muy querido en aquellos predios del Rímac, y mentía al decir que me habían sacado sangre y me encontraba delicado de salud. Que me dejasen entrar, o me echasen sin miramientos, dependía del portero, que no siempre era el mismo y podía ser sensible a una buena propina de mil soles, equivalente a unos tres dólares. Cuando por fin ingresaba al campo deportivo, me sentaba lejos, sin molestar a nadie, y tomaba anotaciones, como si algún día quisiera ser entrenador de ese club. En muy contadas ocasiones, uno de los futbolistas se acercaba y me saludaba. No eran tontos, sabían que me había escapado del colegio para verlos entrenar, pero yo les decía que venía de la clínica porque tenía un soplo en el corazón. Los más amables eran el Trucha Rojas, el Ciego Oblitas, el Loco Quiroga y Cachito Ramírez, que siempre parecía apurado. El mejor momento de los entrenamientos era al final, cuando jugaban los titulares contra los suplentes. Yo soñaba con jugar entre los suplentes, aunque solo fuesen contados minutos. Nunca me llamaron. Sin embargo, el Loco Quiroga, gran arquero, me aceptó tres penales: a duras penas convertí uno.
También visitaba asiduamente, cuando debía estar en el colegio, un club frecuentado por la comunidad judía, el Hebraica, cerca de la carretera central. Allí entrenaba un equipo de media tabla, el Municipal, al que veía con simpatía. Contaba con algunos jugadores muy buenos, que ya me conocían, principalmente Franco Navarro, Eduardo Malásquez, Raúl Gorriti y el arquero Humberto Horacio Ballesteros. Navarro era un goleador formidable que llegó a triunfar en el fútbol argentino, Malásquez hacía magia con la pelota y Gorriti, que habría de morir joven, no se cansaba nunca y era un virtuoso. Por supuesto, cuando yo estaba entre ellos, les decía que era hincha del Municipal, y cuando estaba en el Rímac, decía que era amante del Cristal. No me parecía una traición ser más hincha del Cristal y menos del Municipal. Ambos clubes gozaban de mis amores, aunque, claro, mi preferido era el Cristal, quizás por cariño a mi tío y a mis primos, quienes jugaban muy bien al fútbol. Yo no era tan malo, quizás acertaba en los pases, pero mi carrera era lenta y mis disparos no tan potentes, y cuando mis amigos del Municipal me llamaban a pelotear informalmente con ellos, trataba de no hacer el ridículo y, como el balón me quemaba, largaba un pase seguro, en primera, sacándome de encima la presión.
Al ser mis faltas al colegio tan reiteradas, una por semana en promedio, mi libreta de notas venía con quejas, advertencias y protestas de mis profesores, quienes escribían en tinta roja a mis padres, informándoles de que yo era un alumno fantasma, que se tiraba la pera con frecuencia y que, cuando asistía a clases, no parecía estar del todo presente, porque escribía cosas raras, por lo general alusivas al fútbol, en un cuaderno de notas que, cuando ellos me lo confiscaban, no conseguían entender. Para mi fortuna, mis padres tenían muchos hijos, tantos como diez, y a menudo yo firmaba por ellos mi libreta de notas y, en medio del caos que era la vida familiar, siempre unos llorando, otros peleando, no se daban cuenta de que no les había mostrado la libreta escolar.
Pocos años después, me gradué del colegio y entré a trabajar en un periódico. Con el flamante carné de periodista, no solo podía entrar a los entrenamientos del Cristal y del Municipal, sino también a los partidos de la liga profesional, sin pagar un centavo, con asiento en el palco noble de los periodistas. Entrevisté entonces a los jugadores que, años atrás, habían sido mis amigos, en aquellas escapadas del colegio. Ya no les rogaba autógrafos, ahora les pedía entrevistas y me hacía fotos con ellos y las publicaba en el periódico. El colegio no me había educado para ese oficio, yo mismo me había entrenado, siguiendo mi curiosidad y mi pasión.
Una mañana, tomando desayuno en La Tiendecita Blanca, un lujo que ahora podía permitirme gracias al sueldo del periódico, me encontré con el Loco Quiroga, gran arquero de origen argentino, leyenda del fútbol peruano. Para mi sorpresa, recordó cuando le tiré tres penales en la cancha del Cristal. Erraste los tres, me dijo, riendo. No seas malo, metí uno, le dije. Nos dimos un abrazo. Me invitó a jugar un partido con amigos ese fin de semana. Acepté el desafío. Jugamos en el campo del colegio San Agustín. Yo jugué de cinco, en el medio, soltándola en primera. Todo iba bien hasta que me quedé sin aire, me zumbó un pitido en los oídos, perdí el equilibrio y caí al césped con un dolor opresivo en el pecho, que me impedía respirar. Cuando mis compañeros me sacaron cargado de pies y brazos a un costado de la cancha, escuché que el Loco Quiroga decía:
-Cuidado con este pibe, que tiene un soplo en el corazón.
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