Amores de cárcel

<P>El penal de Acha, en Arica, tiene reclusos hombres y mujeres divididos en módulos. El encierro y la soledad hacen inevitable que se formen parejas. Ya hay 85. Todas comienzan de la misma manera: con dos desconocidos haciéndose señas con botellas de plástico, a través de sus ventanas cubiertas de barrotes.</P>




Desde la ventana de su celda, ventana que más bien es un agujero poblado de barrotes, Julio divisó que una botella plástica de cloro se batía a los lejos desde el módulo de mujeres. Como todo el mundo sabe en esta cárcel, donde hombres y mujeres viven segregados en un mismo recinto, cuando una mujer bate una botella, delineando círculos en el aire, es porque quiere hacer un amigo. Un amigo que generalmente termina siendo algo más. Por eso, Julio no demoró en asomar otra botella para dibujar en el aire 16 letras mayúsculas que al ser leídas de corrido formaban una frase:

-HOLA, COMO TE LLAMAS

A 300 metros de distancia, desde el sector de las mujeres, la botella que había iniciado el contacto respondió con otras seis letras:

-DARITH

Eso fue lo primero. Lo segundo fue saber que Julio era chileno y Darith, peruana. Ambos, de 40 y 33 años, estaban solteros y habían dado el primer paso de una relación que comenzó de la forma en que suelen comenzar las relaciones de pareja en la cárcel de Acha, en Arica: a ciegas, sin saber quién y cómo es la persona que conocen a la distancia, de una ventana a otra, por medio de lo que llaman "el chat".

En esta cárcel los amores comienzan, se cultivan y terminan por chat. Escribiendo en el aire con una botella plástica de color que reverbera a la distancia. En esta cárcel en medio del desierto, donde el 90% cumple condena por tráfico de drogas y casi la mitad son extranjeros -peruanos y bolivianos en su mayoría-, el chat es una ocupación en la que presos y presas gastan las horas cuando cae la tarde y son encerrados en sus celdas.

Julio sostiene la mano de Darith en el patio del módulo donde vive ella. Alrededor hay macetas con flores, un enorme mural de Machu Picchu y mujeres que lavan ropa y vuelven del liceo y los talleres de trabajo. Es martes por la tarde y circulan sin prestarle mayor atención a Julio, ni a este reportero, ni al fotógrafo. En esta cárcel, a diferencia de otras, es común que hombres y mujeres entren en contacto. Tan común como las visitas conyugales que 85 parejas, como Julio Pino y Darith Macedo, tienen cada 15 días.

Aunque común, eso último conlleva un largo y paciente proceso. Los seis primeros meses, la relación entre las parejas es preferentemente epistolar. Epistolar y por chat. Los siguientes seis pueden verse una vez a la semana en un patio con más presos. A eso se le llama visita interna. La íntima o conyugal llega un año después de formalizada la relación ante Gendarmería. Si alguno de los dos rompe las reglas de la cárcel -una riña o ingresar un celular-, estos beneficios se suspenden a lo menos por medio año. Una buena conducta permite mantener una pareja.

En su gran mayoría son parejas formadas por burreros que, tras ser detenidos, fueron abandonados a su suerte, lejos de su país, de sus familias. Son el último eslabón de la cadena del narcotráfico. Los que se arriesgan a cambio de una miseria. Los burreros como Darith, que antes de ser sorprendida traficando cocaína en el paso fronterizo de Chacalluta trabajaba de empleada en Santiago y tenía hijo y esposo. Condenada a cinco años, se resignó a su nueva vida. A la vida de ventana.

Dice Darith:

-Cuando uno está encerrado y solo, necesita acompañarse. Que le den fuerza, que lo escuchen. Uno se va encariñando y, de a poquito, sin darse cuenta, se enamora.

Hay cosas que en la cárcel funcionan igual que en la calle. En la cárcel, para que un hombre consiga una mujer, debe tener algo que ofrecer. Algo más que amor y buenas intenciones. Un regalito cada tanto, un gesto material de cariño.

-No hay otra forma de que te tomen en serio -dice Romer, boliviano, de 26 años, con músculos de fisicoculturista.

Romer es un buen partido en prisión. Pertenece a uno de los módulos laborales donde están los de mejor conducta. Acá la mayoría trabaja y maneja algo de dinero, lo mínimo para comprar un chocolate, un juego de jabón, pasta de dientes. En la cárcel, como en la calle, el amor también es una expresión de intereses materiales. Romer la practica con Virginia.

Boliviana, de 30 años, Virginia, al igual que Romer, fue sorprendida traficando ovoides de cocaína en el estómago.

Los primeros meses cultivaron un romance a distancia. Hablaron de sus familias, de su natal Santa Cruz... Aunque cueste creerlo, dibujando palabras en el aire se puede contar toda una vida.

Romer y Virginia hablaron de sus amores, del compromiso de matrimonio que él tenía cuando fue detenido. Del hijo de ella y su ex pareja, que tras una primera y última visita a la cárcel no volvió a aparecerse. En esos primeros meses hablaron de muchas cosas. Por la ventana, por carta y finalmente en persona, tras conseguir visita interna. Todo marchaba sobre ruedas hasta la tarde en que él sacó su botella plástica para pedirle visita conyugal y ella se negó. No todavía, respondió.

-Estaba insegura, dolida por mi ex pareja. No quería volver a equivocarme. Esa misma tarde terminamos -dice Virginia.

Romer no tardó en encontrar una nueva mujer con quien escribirse. Su nueva amiga era chilena y vivía en el mismo módulo que Virginia, quien hervía desde su ventana. Una tarde, Virginia asomó su botella plástica y la hizo girar en círculos. Romer asomó la suya y escribió: Hola, soy Alejandro, ¿quién eres tú? Carmen, respondió Virginia, y vivo con una amiga que está muy triste por un amor. Yo también vivo con un amiguito que está triste, retrucó Romer, ¿por qué no les decimos que sean amigos para que no estén más tristes?

Romer Aguilar y Virginia Gómez volvieron a estar juntos. Juntos y con visita conyugal.

El amor que siente por Virginia, dice Romer, no lo había sentido antes. El amor en la cárcel, dice Virginia, no se siente igual que en la calle. Aquí todo es más intenso.

Es miércoles por la tarde, hora del encierro. Virginia y Romer se miran, cuchichean. Tímidamente, se tocan frente a la mirada severa de una gendarme. No se verán hasta el viernes, día de visita conyugal. Pero en unos minutos, como cada tarde, saldrán a la ventana a contarse las novedades del día.

Lo que ocurre en Acha se explica por su diseño arquitectónico, que es único entre los penales chilenos. En esta cárcel modelo, inaugurada en 1999, los tres módulos destinados a las mujeres están al centro del penal. Del lado norte hay tres módulos de hombres; del lado sur, dos. Cada uno tiene cuatro pisos y 84 celdas de dos por tres metros. Fueron diseñadas para albergar a una persona y eso se cumple únicamente en el módulo laboral de mujeres, al que llaman "el hotel". En el resto viven dos, cuatro y hasta seis o siete reclusos.

Como es fronteriza entre dos de los mayores países productores de cocaína, casi no hay día que no ingrese un nuevo ocupante. A principios de octubre iban 2.411, más de la mitad de los que debiera haber. Hay presos de cinco continentes. Pero sobre todo, aparte de chilenos, abundan los que una jueza ariqueña describió en su Facebook como "imputados con apariencia de llamitos y ratones de molino". Eso, que a la jueza le pareció gracioso, habla del trato que reciben.

El sacerdote jesuita Santiago Sharp, que dirige la pastoral católica de la prisión junto a su hermano Andrés, dice que el sistema penal es particularmente duro con los extranjeros. No tienen redes de apoyo para optar a beneficios. No tienen una familia cerca ni dinero para batírselas.

-Para muchos quienes llegan acá, la cárcel significa el fin de la vida familiar que tenían afuera. Por eso es importante que tengan la oportunidad de formar pareja- dice Santiago.

Este jueves el sol es intenso y Andrés, el hermano de Santiago, cubre su cabeza con un jockey y se pregunta, camino a la salida del penal, qué toque de humanidad pudiesen darle a un pasaje delimitado por un grueso murallón, que marca el límite entre un sector de hombres y mujeres. Es uno de los pocos lugares de tránsito que no tiene un trozo de jardín.

Andrés y Santiago son escoceses y trabajan hace más de 30 años en la cárcel. Han visto y escuchado suficiente. Historias de hombres que jamás debieron estar acá. Historias de mujeres delatadas por sus maridos. Mujeres que atraviesan el mundo para acompañar un amor. Hombres que apuñalan a otro por celos. El contacto entre hombres y mujeres puede aliviar la penitencia, pero también despertar pasiones violentas. Las reglas de los presos son muy estrictas al respecto. No es llegar y hacerle señas a cualquiera con una botella.

-Créame, aquí yo he visto a hombres que han muerto por eso- dice Julio, la pareja de Darith-. En cana la mujer es como parte de uno y hay que defenderla. El otro día nomás agarré a coscachos a un machucado que se pasó de la raya.

¿Qué es pasarse de la raya? A veces ni los que se pasan de la raya lo saben, a veces no pasa de ser un malentendido, un desliz voluntario. Pero da igual. En la cárcel se cobra y después se pregunta.

Mañana del viernes, día de visita conyugal. El patio de mujeres está casi vacío. Pocos días son tan tranquilos como estos viernes. Para algunas parejas en Acha, sin embargo, todos los días son viernes.

Angela y Pilar son chilenas, de 30 años y seis de relación. Una tiene la voz grave y piernas de futbolista. La otra es menuda y femenina. Una lleva buzo deportivo y la otra jeans ajustados. Comparten celda en el más conflictivo de los tres módulos de mujeres, el ruidoso y alborotado C4. Allí viven decenas parejas de mujeres que han decidido hacer una vida en común.

Eso último es una novedad en Acha. Hasta hace un año, cualquier demostración de afecto entre mujeres era severamente reprimida por las autoridades del penal.

-Al comienzo pasábamos castigadas por cualquier cosa. Cinco, 10 días encerradas a oscuras, día y noche-, dice Angela.

Al encierro le siguió la separación. Se comunicaban de un módulo a otro por chat y eso no siempre terminaba bien. Angela escribía rápido y Pilar leía lento. A veces Pilar perdía la compostura y terminaba a los gritos. A veces, Angela volvía a ser la de antes, acostumbrada a imponer su ley a golpes.

La relación de Angela y Pilar le debe mucho a la mayor Kenny Núñez, quien impuso un nuevo criterio al hacerse cargo de la sección de mujeres.

-Para mí la convivencia es un tema de conducta, no de opción sexual. A todas las mujeres les damos la opción de compartir la celda con quien elijan, siempre y cuando guarden un buen comportamiento- dice la mayor Núñez.

"Juntos, hasta que la libertad nos separe". El aforismo que en voz baja recorre el penal les cabe a muchas de las parejas en Acha, donde el amor es una ilusión con fecha de término segura.

Julio es de Arica, fue condenado por robo y dejará la prisión a mediados del año próximo. Darith es de la selva peruana y en 2013, cuando salga en libertad, será expulsada del país. Julio promete "movilizarse" por ella mientras Darith permanezca en prisión. Esto es, "atenderla en sus cosas". Lo que pase después, en la calle, son sólo buenas intenciones.

Romer también saldrá antes que Virginia, casi un año antes, y como también será expulsado no puede hacer más que prometer fidelidad. Ella prefiere no pensar cómo será el día en que se despidan. Romer, dice, ya es parte de su vida.

A fin de año, Pilar cumplirá su condena por tráfico de drogas y deberá separarse de Angela, que tiene para nueve o 10 años más por una doble condena por asalto. Tiene un compromiso de palabra y de piel con Pilar, cuyo nombre puebla su cuerpo, pero también tiene ansiedad y miedo. Cuando se está preso, 10 años es mucho tiempo. Una vida. Mal que mal, dice Angela, la calle es la calle.

Es la tarde del viernes y con la caída de sol viene el encierro y la vida de ventana. Las botellas verdes y amarillas han comenzado a batirse en el aire. En ese paisaje, entre chiflidos, gritos y murmullos, desde una ventana asoma la voz de un cantante tropical peruano que canta a todo pulmón: "Entra, sé parte de mi vida / Entra, sé mi único amor, amor, amor".S

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