Columna de Óscar Contardo: Corea del Centro



Esta semana, Paula Narváez, la flamante precandidata a la presidencia del Partido Socialista, envió a través de sus redes sociales una declaración a quienes la apoyan en su campaña. Entre otras cosas, la exvocera del gobierno de Michelle Bachelet dijo: “El mensaje que las personas han enviado desde el 18 de octubre es claro, la política de lo posible ya no da para más y debe ser reemplazada por una política de lo necesario”. La primera vez que escuché la declaración completa mi memoria auditiva me jugó una trampa: pensé que había hecho referencia directa al estallido o la revuelta, un asunto cuyas consecuencias parecen haberse evaporado del discurso público. Al volver a escuchar la declaración me quedó claro que Narváez sólo había evocado un suceso, sin identificarlo ni caracterizarlo, a través de una construcción lingüística higiénica que neutralizaba los acontecimientos, reduciendo todo lo sucedido desde el 18 octubre de 2019 a un “mensaje que las personas han enviado”. En otras palabras, hubo quienes lanzaron señales y otros que las recibieron y las mantuvieron guardadas hasta ahora, cuando se nos anuncia que decidieron escuchar los reclamos que durante tantas décadas juzgaron inapropiados, o restringidos a sectores ultrones o a sujetos presas del resentimiento y la amargura.

A través de esa oración Paulina Narváez tomó distancia de una crisis, como si no valiera la pena acercarse a ella, ni aludirla en sus pormenores más ominosos, como las graves violaciones a los derechos humanos ocurridas en contra de centenares de personas (justamente las que enviaron el mensaje) y de las que nadie se hace responsable. La precandidata se sitúa así a una distancia sanitaria de unos hechos que quedan reducidos a poco más que un estímulo ambiental; un fenómeno fortuito que luego de ser evaluado, la llevó a ella y a sus cercanos a cambiar el foco: el objetivo de su candidatura es reemplazar la política orientada a lo posible por otra orientada a lo necesario. El contrasentido ocurre cuando el lenguaje que utiliza para anunciar el nuevo rumbo usa la misma gramática desabrida, impermeable a la historia y éticamente neutral a la que nos acostumbraron décadas de gobiernos de una centroizquierda desdibujada en sus ideas y colonizada por el dinero de las grandes empresas. No hay un anclaje en la realidad, sino impulsos bienintencionados que se ofrendan como garantía de un cambio que no se concreta en definiciones nítidamente descritas.

Contraponer, además, lo necesario a lo posible es un ejercicio forzado, brusco, tanto porque ambos conceptos no son antónimos, como porque, sin asumirlo, está indicado que lo necesario no siempre es posible. El salto lógico podría salvarse si en algún momento la precandidata indicara qué tipo de responsabilidades asumen ella, sus cercanos o aliados, como colaboradores de gobiernos que en el pasado no impulsaron los cambios necesarios que hubieran evitado la crisis. No se trata de inmolarse en público, sólo de una demostración de franqueza, de humildad digna, algo que no cuesta dinero y hace muchísima falta después de tres años de imposturas, arrogancia y fanfarroneos a granel. Pero esa posibilidad no aparece, no se ve, no se desliza ni se insinúa. Nadie se pronuncia sobre las políticas de segregación urbana que se mantuvieron en el tiempo con el beneplácito de los gobiernos de la Concertación, tampoco hay una reflexión sobre la represión en La Araucanía ocurrida hasta el gobierno de la Nueva Mayoría con la Operación Huracán mediante, ni sobre la hecatombe del Sename, ni sobre la responsabilidad de conspicuos dirigentes de centroizquierda en la crisis actual del agua. Todo queda encapsulado en la idea de que antes se ejecutaba una política de “lo posible” que ya dejó de serlo. Es decir, no hubo errores, sino orientaciones que han quedado superadas o evoluciones semánticas repentinas, como haber llamado “clase media” a un enorme sector precarizado y endeudado que ahora se encuentra a la deriva.

Las candidaturas que dicen disputarse el voto moderado están elevando a niveles extremos la idea de que el centro político no es más que una huida de toda reflexión crítica. El llamado Síndrome de Corea del Centro, en donde las propiedades del agua tibia se veneran con desesperación, la historia se trastoca en una seguidilla de anécdotas y los aforismos ingeniosos suplantan la aspereza de los hechos. En Corea del Centro nadie quiere acercarse a la fractura expuesta, porque están impacientes por cambiar de tema tan rápido como sea posible. Lo hacen de distintas formas: algunos muestran los tatuajes como certificados de calle, otros se disfrazan de dialogantes mientras firman acuerdos con la ultraderecha más violenta y algunos acaban por hacer del lenguaje un instrumento de sangría de significados, o un acto de funambulismo que va y viene sin avanzar hacia ninguna parte.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.