No me atrevo a salir: la pesadilla fuera de casa

Las sostenidas cuarentenas y vida puertas adentro han tenido una consecuencia inesperada: un leve aumento de cuadros de gente que no quiere salir de sus hogares y que ve amenazas y miedos en el mundo exterior. Es el “síndrome de la cabaña”, un fenómeno del que, según especialistas, se sale un paso a la vez.


A partir del lunes 16 de marzo, un día después de que el gobierno anunciara la suspensión total de clases por Covid, Alejandra (44) dice que se puso en modo guerra. Su primera aprensión fue que tras el aumento de casos -que por ese entonces llegaba a los 81 contagiados-, los supermercados pronto podrían desabastecerse. Por eso, lo primero que hizo fue ir a uno y comprar lo básico para su familia, calculando la comida para dos meses. Lo mismo con la farmacia. También compró cinco bidones de alcohol gel a través de una página de internet. Ese día decidió que nadie saldría ni entraría a su casa -ni siquiera a una compra básica- hasta que pasara la emergencia sanitaria.

Alejandra, una abogada independiente que vive en Lo Barnechea junto a su marido y sus hijos, de ocho y cinco años, dice que nunca fue temerosa hasta que fue mamá. De hecho, cuenta que viajó sola por el mundo. Pero apenas nacieron sus hijos -uno de ellos con un solo riñón- comenzaron los episodios de ansiedad cada vez que los perdía de vista. Prueba de ello es que en el colegio al que ambos asisten en Las Condes, Alejandra sea conocida por ser la mamá aprensiva del curso.

Pese a tener esa fama, la abogada cuenta que lo aprendió a manejar con terapia. Junto a su marido, con el que lleva 11 años, tenían una vida normal: les gustaba salir de noche, hacer juntas los fines de semana. Eso hasta que empezó el confinamiento. De a poco Alejandra se dio cuenta de que sus conductas eran cada vez más raras y su preocupación comenzó a ir más allá de sus hijos. “Empecé a sentir que no era yo. Me preguntaba, ¿por qué estoy así? ¿Qué me pasa, por qué tengo tanto miedo?”, recuerda ella.

Lo que le pasaba a Alejandra no era raro en una situación de pandemia. Es algo que también les ocurría a reos que, una vez puestos en libertad, prefieren vivir en la cárcel. O a algunos ciudadanos de países nórdicos cuando, después de pasar un invierno encerrados, deben retomar la vida en verano. Esa condición tiene un nombre: “síndrome de la cabaña”. Pero eso ella aún no lo sabía. De hecho, ni siquiera sabía que existía.

El miedo de Alejandra no era infundado. A medida que el virus llegaba a su peak de casos, la abogada se enteró de cuatro muertes de gente cercana. Eso hizo que su cuadro de ansiedad solo empeorara: “Las crisis no llegaban con un pensamiento asociado, simplemente aparecían mientras yo estaba haciendo algo: se me apretaba el pecho o tenía ganas de llorar. Me daba incluso rabia, porque veía a mis niños encerrados sin poder salir y eso me angustiaba aún más”.

Cuando esa angustia le vino a su hijo mayor, teniendo que recurrir a un psiquiatra infantil, Alejandra sintió que esto comenzaba a tener un costo. Un día, recuerda, el niño se le acercó y le preguntó: “¿Mamá, qué pasa cuando uno se muere? Yo no quiero que tú te mueras”.

A gusto con el encierro

Para Isidora (29), una diseñadora de Ñuñoa, encerrarse en su cabaña fue distinto. Pese a vivir sola y que antes de la pandemia había tenido cuadros de angustia a causa de relaciones de pareja o de temas familiares, la cuarentena le hizo bien. Aunque su vida era muy distinta a la que tiene ahora. Trabajaba en una empresa de marcas de iluminación, donde una gran parte de su rutina era viajar dos veces al mes a regiones a captar clientes y otras a las oficinas centrales que había en Brasil. De ese lugar la despidieron en junio. Sin embargo, con el paso de los meses, se fue dando cuenta de que, tras la experiencia de este virus, tener un trabajo que implicara tantas salidas no era necesario. Tampoco lo era ir al supermercado y muchas cosas de su rutina anterior que ahora prefería no hacer, para no exponerse al virus.

Haberse contagiado de Covid también influyó. Pese a que fue un simple resfriado, de a poco fue sintiendo cómo su casa se transformaba en un lugar seguro del que comenzó a disfrutar. “Al comienzo me daba miedo salir. Ahora, si bien es porque no me quiero contagiar de nuevo, también es un tema práctico: no necesito andar afuera”, cuenta Isidora.

Es otra de las caras del “síndrome de la cabaña”. Pese a que no está descrito en los libros de psiquiatría, ni es considerado como una patología, este fenómeno es un conjunto de síntomas que aparecen cuando es hora de salir de un confinamiento. “Se experimenta temor y ansiedad a dejar lo que se percibe como un entorno seguro, predecible y controlable. En este caso, la casa de la persona que lleva largo tiempo confinada”, explica Rodrigo Correa, psiquiatra y director del Instituto de Psicofarmacología Aplicada.

El miedo a salir, añade Correa, no se genera solo con los espacios, sino también con las personas, a quienes se les interpreta implícita o explícitamente como riesgosos. El psiquiatra y psicoanalista León Cohen lo describe así: “Es una drástica disociación entre el adentro y el afuera. En el caso de la pandemia, el afuera es amenazante, porque en el ambiente hay un peligro invisible que puede llegar a matar a la persona. Y también porque la autoridad ha establecido un castigo a los que salen afuera”.

Ambos especialistas coinciden en que el “síndrome de la cabaña” se ha visto con más frecuencia en este período. Sin embargo, Correa explica que esto de sobredimensionar el peligro no le pasa a cualquier persona. “Estamos observando que hay pacientes que se niegan a salir de sus casas y retomar las rutinas mínimas. Ha sido más frecuente en los pacientes con trastornos ansiosos previos a esto, en pacientes con elementos obsesivos o personalidades más frágiles. Pero también en personas sanas que han estado con ‘intoxicación por sobreinformación’ o se les ha muerto alguien por Covid”, asegura.

Frente a la inexistencia de un cuadro clínico formal para catalogar el “síndrome de la cabaña”, se ha generado un debate entre los expertos sobre qué es lo que realmente implica. Para Solange Anuch, psicóloga de la Clínica Alemana, el síndrome son las reacciones emocionales y físicas que produce el desgaste de un confinamiento prolongado. Así, el miedo a salir no ocurriría en todos los casos, dado que depende de la personalidad previa, las condiciones del encierro y prolongación de la cuarentena. “Lo que más me ha tocado ver, es el link entre un largo periodo de cuarentena y la emergencia de trastorno de ansiedad del tipo de trastornos de pánico, estrés, adaptación y activación de algunas fobias o agorafobia (trastorno de ansiedad que se produce al salir)”, señala.

Algo así le pasó a Alejandra cuando esa guerra interior que comenzó a tener con ella misma por el miedo a que su familia se contagiara se tradujo en un terror al patio de adelante de su casa, donde les tenía prohibido a sus niños salir. “Tenía esta pesadilla de que si tras la reja pasaba gente contagiada por la calle y estornudaban, mis niños se iban a contagiar”, cuenta. Por eso que el protocolo era estricto con todas las cosas que ingresaban a su residencia: pasar cada uno de los productos en cloro y luego lavarlos con detergente. Un proceso que, dice, se podía llegar a demorar casi dos horas. En una ocasión incluso llegó a guardar alimentos no perecibles en la maleta de su auto durante un mes, esperando a que desapareciera todo rastro del virus.

Desde el 28 de julio, cuando Lo Barnechea pasó a transición, seguir aislándose no fue tan fácil. Sus hijos empezaron a insistir con salir a la plaza a jugar con sus amigos y sus familiares y amigos volvieron a las reuniones cotidianas. Por esos días, frente a la pregunta de si se podía salir, Alejandra respondía lo mismo que sigue repitiendo hasta hoy: rotundo no. Y eso, aprendió, le trajo un costo: “Me siento muy alejada de la gente que quiero. Ellos siguieron haciendo su vida y, como yo no quiero, ya no me incluyen en nada. El miedo a contagiarme supera todo”.

Ni la misma calle ni la misma vida

La tendencia de la mente frente a este tipo de situaciones estresantes es adaptarse y acostumbrarse para poder sobrevivir. Eso explica el psiquiatra León Cohen. Por eso el “síndrome de la cabaña” será más lógico en algunas personas, advierte. Personas, como Roberto (64), un constructor con diabetes e hipertensión que, tras pasar encerrado cuatro meses en su departamento en Vitacura, decidió salir apenas levantaron la cuarentena.

“No era la misma calle que recordaba. Cuando voy caminando y me paro en los semáforos, se junta gente, aunque uno no quiera. Siento que la muerte anda como personas invisibles ahí, rodeándome”, dice. Por eso es que Roberto decidió que era mejor regresar a su departamento.

Solange Anuch indica que el “síndrome de la cabaña” debiera ser transitorio y, a medida que las personas vayan incorporando sus rutinas, irá desapareciendo. Pero la sintomatología será variable dependiendo de si la persona recibe ayuda en salud mental o no.

Fue el caso de Alejandra, que tomó conciencia de este síndrome cuando su siquiatra se lo comentó. Ambos acordaron un plan para regresar a la normalidad: comenzar a salir de a poco cumpliendo ciertos objetivos, con la idea de ir soltando el miedo al exterior. Hasta hora ya van cuatro de esas salidas desde que levantaron la cuarentena en su comuna. La primera fue la más difícil. Pese a que consistía en salir en auto junto a su marido a la farmacia, Alejandra cuenta que apenas se subió tuvo que tomarse un ansiolítico. “Me bloqueé, intenté ponerme lejos del mostrador en la farmacia. Todo el rato pensaba: ‘Ojalá se acabe rápido, ojalá volver rápido a la casa’”, recuerda.

En la segunda y tercera salida, donde tuvo que ir sola y caminando, se sintió mejor. “Fue más angustioso hacerlo, pero finalmente sentí que podía dar el paso. Creía que si salía sola me iba a paralizar, pero lo logré y me sentí súper bien”, cuenta Alejandra.

El último paso será el más difícil: salir con sus hijos. Ahí la abogada no solamente tendrá que enfrentar el temor al virus, sino la aprensión que siempre ha tenido con ellos. Por eso es que lo ha conversado en más de una sesión con su psiquiatra y ya se lo ha imaginado varias veces. Aún no tiene definido el día, pero ya eligió el lugar y el momento: será después de la hora punta, cuando la plaza se llena de niños jugando, entre las cinco y las seis de la tarde. Primero irán en auto y llevarán las bicicletas. Así podrán tener más contacto con el aire y habrá menos probabilidad de contagio. Eso sí, el paseo será corto y preciso.

“Me lo imagino tratando de mantener harto la calma, para no ser un estresor más para mis hijos. Lo tengo bien estructurado en mi cabeza”, dice ella, esperanzada de que va a lograrlo. De alguna forma sabe que no tiene otra opción. Está consciente de que aislarse para siempre tendría un costo demasiado grande para su familia y su entorno.

Y ese, admite Alejandra, sí que es un paso que no quiere dar.

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