Un asunto de familia

Robar para comer o simple subsistencia tal vez sea un delito en el código penal, pero no es ni siquiera una falta en el universo del cine de Hirokazu Kore-eda. Los delitos son otros: no amar, no perdonar, no entregarse a un afecto cuando este aparece.


A principios de este año, se estrenó en algunas salas Somos una familia, el filme del japonés Hirokazu Kore-eda que venía de ganar Cannes 2018. Como ya es habitual con las películas que están fuera de las franquicias y del multi-imperio Disney fue, más que un estreno, un saludo a la bandera.

Su reaparición en Netflix hace unos días bajo el título de Un asunto de familia es una excelente oportunidad para descubrirla, aunque sea en la pantalla casera del televisor o del notebook. Y no deja de ser irónico que esta historia sobre abandono y refugio termine rescatada por Netflix, esa plataforma que ya está convertida en una enorme playa virtual donde llegan a varar los títulos que antes uno escarbaba en los videoclubes.

Los protagonistas de Un asunto de familia conforman un grupo que tiene el aspecto, los ritmos y las rutinas de personas conectadas por lazos de sangre. Son criaturas que viven en el borde inferior de la sociedad y están a un paso de dormir en la calle. De ese destino se han escapado hasta ahora por algo tan mínimo como es la voluntad de la matriarca, la anciana que les ha dado un techo y algo parecido a una misión.

Muy pronto queda claro que todos los ingresos de la familia son irregulares e incluyen limosnas, propinas de sexshops, sueldos mínimos y, sobre todo, robos hormigas en tiendas y supermercados. El nombre original de la película ("Familia de ladrones") alude a esa actividad de forma directa, aunque su sentido último no es criminal sino afectivo.

Porque el asunto es este: después de una jornada de merodear por el centro hurtando comida y artículos de aseo, dos miembros de la familia se topan con una niñita en la calle. Está sola, sucia y parece tener hambre. Y ellos, en vez de buscar a un policía o a los papás de la pequeña, se la llevan a la casa y terminan adoptándola.

Es aquí cuando la historia que Kore-eda ha construido con enorme tino y filigrana comienza a revelar sus vericuetos. Esa familia no estará completamente conectada por la biología, sin embargo alberga en su intimidad abismos de afecto y contención que sólo se pueden encontrar entre maridos y esposas, abuelas y nietos o padres e hijos.

Robar para comer o simple subsistencia tal vez sea un delito en el código penal, pero no es ni siquiera una falta en el universo del cine de Kore-eda. Los delitos son otros: no amar, no perdonar, no entregarse a un afecto cuando este aparece.

¿Y robar una niña de la calle, cambiarle la apariencia y presentarla como propia? ¿Es ese un delito si al hacerlo se salva a esa niña de una existencia de maltrato? La película no tiene respuestas sencillas por ese lado. Sí, la extraña familia de la película obra de buena fe. Sí, le muestran a la pequeña un amor que al parecer ella nunca había conocido. Pero cada uno de sus actos es susceptible de ser leído bajo la peor luz cuando se les describe ante un tribunal.

Al mismo tiempo, Un asunto de familia sugiere también otras lecturas y otros matices. Porque uno de los efectos de la pobreza prolongada es que obliga a las personas a revivir pensamientos mágicos que la prosperidad vuelve innecesarios. Eso explica que los personajes de la película justifiquen muchas de sus conductas a través de la repetición, del ritual privado, de la superstición secreta. Incluso dentro de esa casita de espacios mal iluminados y repletos de mercadería hurtada hay lugares que son habitados por un solo personaje. Hay recovecos de intimidad que los otros respetan porque violentarlos implicaría cruzar un límite muy frágil y dejar de ser familia para volverse una manada.

En algún momento de la película, hay una muerte en la casa. Lo obvio es que se llame al hospital, que se ordene un funeral, que de alguna manera esa muerte sea avalada y sancionada por el Estado. Pero nada de eso ocurre. Como en una obra de Ionescu, el cuerpo es enterrado en la misma casa y todos los sobrevivientes son llamados a callar. "Jamás le contaremos esto a nadie", dice uno de ellos.

Es en ese punto donde los protagonistas de la historia se vuelven de una vez y para siempre una familia: han sido juramentados alrededor de un secreto. Se han convertido en una pequeña mafia y de ahí que tenga tanto sentido (y sea una solución narrativa tan bella) que la misma vivienda que ha sido su refugio se empiece a convertir también en cementerio del grupo.

En Roble Huacho (1947), la novela de Daniel Belmar ambientada en Vilcún, una mujer da a luz en su propia casa y el niño nace muerto. Las vecinas que la atienden, de mutuo acuerdo, toman el cuerpo y lo entierran al borde de la casucha, en el surco que recibe el agua de la canaleta para que así las goteras mantengan tranquilo al espíritu del muerto y le libren de ser un alma en pena.

A ese mundo de magia artesanal y privada recuerda Un asunto de familia. Kore-eda esquiva las trampas del paternalismo y de la caridad para explorar algo mucho más misterioso: la forma en que los seres humanos, enfrentados a la pobreza y a la nada, deciden construir dentro de ellos casas y habitaciones donde guardan sus sueños muertos, sus deseos apenas concebidos, sus hechos consumados y donde a veces (en un autobús o en el locutorio de una cárcel) son sorprendidos por la emoción.

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