Si hay algo que nunca falta en mi refrigerador es hielo. Tengo como una obsesión hielística. Me chocan los freezers sin ellos o con las cubiteras vacías, como me bajonean los restaurantes que no tienen. Adoro su presencia, efecto, sonido en el vaso. Le echo hielo al vino sin pudor, no a todos, pero a varios. Me llego a excitar cuando el hielo es en bloque y lo cincelan para un cóctel, por ejemplo; esos trozos que se derretirán muy lento, que enfriarán sin romperse. Y tengo absolutamente claro que la calidad del agua con que se hacen es más que importante, de hecho es esencial. Como mínimo en las casas deben hacerse con agua filtrada, jamás ponerlos encima de las carnes –megacubiertas o envueltas– en el congelador, que además hay que limpiar seguido evitando olores.

Lo divertido y novedoso es hacer hielos saborizados o decorativos. Es un campo ilimitado que acepta todo tipo de innovaciones y aplicaciones. No tiene ni media dificultad, se trata de poner cosas en las cubiteras, llenarlas de agua y congelar. Están los con hierbas y flores, una hojita de menta, un montoncito de flores de lavanda, pétalos de rosas, cedrón, etc. Se ven preciosos, se pueden poner en cantidad en una jarra de té frío o en un gin tonic que quedaría fantástico con unos de enebro machacado. ¡Slurp! Lo otro es hacerlos de jugos de fruta naturales sin más intervención que licuar el ingrediente y colar. Pueden desde mezclar frutas hasta echarles hierbas. La idea es hacerlos con pulpa porque se congelan y derriten mejor. Piensen en hielos de jugo de melón tuna en una copa de sauvignon blanc, una sensualísima versión del clásico 'melvin' playero. O uno de duraznos para un espumante creando un delicado Bellini, lo mismo con la naranja para la Mimosa. El ganador es el de pepino, para tragos, agua o para un gazpacho. Chorísimo y cumplidor con lo frío que siempre tiene que estar.

Convengamos que con este calor todo es mejor en las rocas. Así que escalémoslas con gracia.