La procesión se lleva por dentro
El Museo Histórico Nacional acaba de recibir de manos de la Compañía Minera Trek 30 ambrotipos de Mauricio Toro Goya. El artista rescata esta antigua técnica fotográfica como respuesta a la uniformidad que imprime la era digital. Pudimos conversar con él, discípulo de Sergio Larraín, en medio de su exposición sobre Andacollo que se sumará al archivo fotográfico del museo.


Todo comenzó el 2005 cuando Mauricio Toro Goya, artista y fotógrafo radicado en la IV Región, se replanteó lo que quería hacer con su vida. La pregunta tenía que ver con la dedicación a su obra fotográfica. El punto era que todo se desarrollaba en el marco de la era digital. Había que tener una supercámara y un buen computador, realidad lejana a la de él ya que estaba sin trabajo. “Dentro de mi posición filosófica y política no soporto que el mercado o la industria controle la forma de hacer obra”, comenta Mauricio.
No se demoró más, agarró libros y comenzó a investigar en la historia de la fotografía alguna técnica que le permitiera desarrollar lo que él andaba buscando, es decir, trabajar de forma autónoma, sin depender de los cambios de la industria digital.
Pasaron casi cuatro años hasta que llegó al ambrotipo cuando investigaba sobre la historia de la fotografía en la Región de Coquimbo. “Ahí me quedé enamorado de la imagen de un fotógrafo de La Serena que se llamaba Alfredo Bravo. Él había hecho una foto del cacique de los bailes chinos de Andacollo Laureano Barrera, más conocido como ‘el Pichinga’, en 1901, cuando coronan a la Virgen de Andacollo”, cuenta Mauricio Toro Goya.

¿Y cómo partiste trabajando con el ambrotipo? Yo no sabía cómo fijar bien la película al vidrio, se me despegaba. Entonces buscando me metí a una página en checo, la traduje con Google y vi que decía que los ambrotipos hechos con la técnica del colodión húmedo… y ahí me acordé que yo había leído sobre esto. Me fui a mi biblioteca y encontré un libro que tenía un tratado completo sobre el colodión húmedo que solucionaba el problema que llevaba investigando por años. Lo más fantástico de toda esta historia fue que al recorrer las hojas del libro me encontré que en el borde superior estaba firmado con pluma el nombre de Alfredo Bravo. El libro era de este fotógrafo con el que yo había quedado conectadísimo.
Una señal... Esa fue la señal que me llevó, con la poca plata que tenía, a México para perfeccionarme en la técnica junto al maestro Waldemaro Concha. Él me ayudó a solucionar mi problema de fijar la película en el vidrio, que radicaba, básicamente, en que yo no sabía limpiar el vidrio. Yo lo hacía con alcohol y había que ponerle alcohol y sumar cal para que se cree una porosidad y se adhiera la emulsión. Viajé miles de kilómetros por una cuestión que valía $100 el kilo.
¿Cuándo realizas tu primer proyecto formal? Fue entre 2009 y 2010. El origen se remite a que mi padre le bailaba a la Virgen de la Candelaria en Copiapó. Y el ‘Pichinga’ se parecía mucho a mi padre, quien se enfermó y murió una semana antes de que yo partiera a México. Para mí fue muy emocional ir a México y regresar. Entonces cuando volví lo primero que quise hacer fue un trabajo sobre este hombre que se parecía a mi padre, emulando el trabajo que hizo Alfredo Bravo, 110 años después, pero con la gente de los bailes chinos de Andacollo. Ese trabajo fue financiado por la Minera Trek, adonde fui y les presenté la idea. Ellos pagaron toda la producción y compraron los resultados finales. Fue un trabajo en verde. Y se exhibieron por primera vez en 2011 en el Centro Cultural de Las Condes.
Un día, la gente del Museo Histórico Nacional me comentó que les había encantado mi trabajo y quisieron comprarlo. Les dije que había sido comprado pero que podía hacer de mediador entre la empresa y el museo. Así se logró esta comunión potente en que una empresa como la Minera Trek financia la producción de un artista, compra su obra para luego donarla a un archivo tan importante como el del Museo Histórico Nacional. Es algo inédito.
¿Esto es la consagración de tu trabajo? Desde que tuve la señal en ese libro mi fotografía cambió y mi condición en el medio también. El dinero de ese trabajo me ayudó a apostar por trabajos muchos más atrevidos que yo tenía guardados en barbecho. Uno de esos es el libro que se presentó en el Bellas Artes hace pocos días. Esto viene a coronar un modelo de gestión intuitivo, a veces azaroso, donde uno va tomando la coyuntura y oportunidades para crear algo que comienza a canalizarse.
Sabemos que tuviste una cercanía muy grande con Sergio Larraín cuando se retiró de la fotografía para radicarse en el norte de Chile, ¿cómo fue tu relación con él? Una vez llegó una fotógrafa francesa a La Serena a quien le tuve que hacer un retrato en su exposición. Pasaron los días y me la encontré en un bar. Ahí me dijo que yo le saqué la peor foto que le habían tomado en su vida. Nos pusimos a conversar y me preguntó si conocía a Sergio Larraín, le dije que no y ella no lo podía creer. Fue mi ignorancia la que me provocó. Empecé a buscar quién era hasta que di con su casilla de correo y le escribí más de 50 cartas que no me contestó. Hasta que un día le pedí a un periodista amigo mío que lo conocía que le dijera que me contestara. Y lo hizo. Así empezamos una amistad epistolar y logré sacarlo de su casa en el norte y llevarlo a la Universidad de La Serena a dar una charla de fotografía a los alumnos de periodismo, la única que dio. Ahí habló de su vida espiritual y de su vida fotográfica.
Así se generó el vínculo...Claro, y nos empezamos a visitar. Iba a sus clases de yoga, a verlo a Tulahuen, otras veces nos encontrábamos en Ovalle. Le preguntaba sobre mis fotos y él me decía que no mostrara la miseria, porque ya había demasiada en el mundo; me decía que los fotógrafos debíamos mostrar cosas positivas, buenas. Que los fotógrafos debíamos revelarnos ante el sistema, ese sistema que está dejando al mundo sin árboles y sin ríos. Él hablaba de ecología en tiempos que mencionarlo era una locura.
Así él presentó, epistolarmente, mi primer libro y nos fuimos conociendo. Mi trabajo también es fruto de las enseñanzas espirituales que Sergio Larraín me dejó. Al final hablábamos más de la vida pero vista a través de la función de la fotografía. Cómo uno en el ejercicio fotográfico puede vivir su obra y saber en qué minuto debe dejar de usufructuar de esa obra porque se está aprovechando de otras cosas. Por esto mismo Larraín me contó que dejó la fotografía, cuando sintió que su fotografía fue usada para algo que su convicción no apoyaba. Fue un maestro espiritual para mí.
¿Sobre qué temas reflexionas en tu obra? Busco el encuentro de los dos mundos. España y América. Ese choque de las dos culturas es lo que me importa. Desde ahí nace mi fotografía. Es una fotografía que trata sobre este conflicto que provocó ser lo que somos, estos mestizos, esta mezcla, una sociedad híbrida que no logra cuajar. Por eso para mí es tan importante la Virgen, porque visualmente es el ícono que se instala en Latinoamérica como la imagen superior. Esta imagen provoca el sincretismo tan potente que se manifiesta, por ejemplo, en la fiesta de Andacollo.
De ahí tomo todos los temas que están alrededor del sincretismo y los hago patente, como el machismo y el conflicto con la homosexualidad. Mis temas son la política, la religión y el sexo tomados desde el ambrotipo, porque mi convicción es no ceder al mercado.
¿En qué estás trabajando actualmente? En una retrospectiva que se va hacer de mi trabajo desde Andacollo para delante y que estará en agosto del próximo año en el Museo Nacional de Bellas Artes. Además hice un cortometraje en super8 que tiene que ver con el conflicto de la fe.
La muestra estará abierta al público en el Museo Histórico Nacional hasta el 30 de octubre.
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