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Damasco, un año después de la caída de Bashar al-Assad: entre ruinas visibles y esperanzas discretas

La vida se reconstruye entre pequeños gestos: mercados que vuelven a abrir, familias que refuerzan sus casas y trabajadores que improvisan negocios. En medio de la precariedad económica y la rutina diaria, cada acto cotidiano se convierte en un hilo de esperanza, un año después de la caída de Bashar al-Assad.

Personas caminan por una calle del antiguo mercado de Haddadin, en el centro de Damasco, Siria, el 17 de noviembre de 2025. Foto: Xinhua Ammar Safarjalani

La mañana en Damasco empieza antes de que salga el sol. En los barrios del sur, donde las fachadas siguen abiertas como heridas, la ciudad huele a polvo viejo y a café tostado. Los generadores eléctricos rugen a intervalos irregulares, marcando el ritmo de un país que aún no ha recuperado su pulso.

Un año después de la caída de Bashar al-Assad, la vida en la capital del país se mueve en un equilibrio frágil: pasos tímidos hacia la normalidad, pero también una cotidianidad cercada por la pobreza, el miedo y la incertidumbre.

En el mercado de Bab Srijeh, Hatem, vendedor de tarboush, acomoda la mercancía sobre una mesa que él mismo reparó con piezas de metal recuperadas de un edificio derruido.

Un vendedor ofrece frutas y verduras frescas en un mercado de Damasco, Siria, el 27 de octubre de 2025. Foto: Xinhua Ammar Safarjalani

A su izquierda, una joven que vende ropa replica con determinación: “Quien diga que la situación no mejora, es que no sale a la calle. Todo va despacio, pero va”. Los dos hablan sin solemnidad, es su manera de resistir.

Ese optimismo tenue contrasta con la realidad macroeconómica. Ocho de cada diez sirios viven bajo el umbral de la pobreza, según estimaciones de Naciones Unidas. Las sanciones internacionales y los años de devastación han reducido el país a una economía de supervivencia: los precios suben cada semana y el salario medio apenas cubre una mínima parte de la canasta básica.

La libra siria, pese a haber mostrado una leve estabilización en algunos tramos del año, sigue profundamente devaluada. Varios análisis apuntan a que, si la economía siria solo crece alrededor del 1,3 % anual, la recuperación hasta los niveles de 2010 llevaría varias décadas, posiblemente más de medio siglo. Es una cifra que pocos repiten en voz alta, pero que muchos sienten en el estómago.

Niñas suben por un sendero en la ladera con vistas a los campamentos improvisados ​​para desplazados en Khirbet al-Joz, provincia noroccidental de Idlib, Siria, el 20 de noviembre de 2025. Foto: Xinhua Stringer

Al caer el régimen, las nuevas autoridades prometieron reformas, inversiones y un plan de retorno seguro para los desplazados. Sobre el papel todo sonaba plausible. En la práctica, el país aún parece demasiado frágil para sostener esas ambiciones.

La recuperación en manos de sus habitantes

Más de un millón de personas sirias habían regresado desde el exterior, según reportó ACNUR en septiembre de 2025; muchos solo para encontrar sus casas reducidas a esqueletos de cemento.

En Hajar al-Aswad, uno de los barrios más golpeados del sur de la capital, las calles parecen un mapa incompleto: ventanas sin marcos, techos hundidos, pasillos que no conducen a ninguna parte. Sin embargo, familias se cruzan en su regreso con colchones, herramientas y cubos de pintura.

La reconstrucción estatal, anunciada como prioridad nacional, avanza al ritmo de un animal cansado. La falta de financiación, la burocracia, la escasez de materiales y la desconfianza de inversores extranjeros bloquean la mayor parte de los proyectos.

La restauración real —la que sostiene la vida— es la que llevan a cabo los propios vecinos: pequeños talleres abiertos entre escombros, carpinteros improvisados, mujeres que reutilizan madera quemada para reforzar ventanas o puertas. A falta de un sistema sólido, la economía informal se ha convertido en la columna vertebral del día a día.

En este paisaje, las minorías cargan con un peso extra. En barrios donde la normativa local sobre propiedad es confusa o contradictoria, muchos kurdos, cristianos, palestinos y familias consideradas “no fiables” por múltiples administraciones se enfrentan a obstáculos para acceder a ayudas o recuperar sus viviendas.

Esta foto, tomada el 20 de noviembre de 2025, muestra una vista de los campamentos en Khirbet al-Joz, en la provincia noroccidental de Idlib, Siria. Foto: Xinhua Stringer

Las asociaciones comunitarias hablan de un retorno desigual, en el que los más vulnerables —mujeres solas, personas mayores, jóvenes sin recursos, minorías confesionales— quedan atrapados entre la precariedad, la falta de documentos y el temor a una discriminación silenciosa. La narrativa oficial insiste en la inclusión, pero la realidad demuestra que la integración sigue siendo parcial.

En el centro de Damasco, más protegido de la devastación, los signos de normalidad adquieren un valor simbólico.

En la sala de redacción de la agencia estatal —renovada tras el cambio de Gobierno— se respira un entusiasmo prudente. Inas Safwan, una de las nuevas editoras, busca abrir ventanas a un periodismo más crítico.

Una ciudad que respira a intervalos

Más al este, en una cafetería frente al Teatro Nacional, jóvenes universitarios debaten entre sorbos de té. Hablan de becas, de Internet, del deseo de viajar, de cómo la ciudad “parece despertar y dormirse al mismo tiempo”.

Uno de ellos, Samer, estudiante de Ingeniería, resume esa sensación contradictoria: “Antes no teníamos futuro. Ahora tenemos uno que no está claro. Pero es la primera vez en años que no sentimos solo estancamiento”. Aun así, la conversación deriva pronto hacia el cansancio: la inflación, las dificultades para encontrar trabajo, la recurrencia a empleos temporales y el riesgo constante de caer en una pobreza irreversible.

En las calles, la vida parece resistir por inercia. Sin embargo, hay momentos que rompen la monotonía: una tienda de libros reabierta en Shaalan, una boda modesta celebrada en un salón improvisado con bombillas LED o un grupo de niños jugando entre las ruinas de una escuela. La ciudad respira a intervalos, como si dudara entre hundirse o renacer.

Soldados de las fuerzas de seguridad sirias hacen guardia en una calle tras una ola de violencia y el anuncio de un toque de queda en la ciudad de Homs, Siria, el 23 de noviembre de 2025. Foto: Xinhua Stringer

El nuevo Gobierno insiste en que la prioridad es atraer inversión extranjera. Anuncian marcos jurídicos actualizados, promesas de transparencia, fondos mixtos para la reconstrucción. Los expertos dudan.

El país necesitaría 216.000 millones de dólares para rehabilitar infraestructuras críticas -carreteras, hospitales, redes de agua, energía-, según estimaciones del Banco Mundial; y hoy depende aún de donantes limitados y de una comunidad internacional exhausta. Sin garantías regulatorias firmes y sin una paz plenamente consolidada, el capital extranjero se mantiene a la espera. La transición sigue marcada por las estructuras que la guerra dejó detrás.

Al atardecer, cuando el Sol se esconde tras el monte Qasioun, Damasco parece otra ciudad: las sombras suavizan las cicatrices de los edificios, los cafés se llenan de familias que, por unas horas, intentan vivir como antes. Incluso en ese oasis efímero persiste una certeza: la reconstrucción de Siria no será una carrera corta, sino un proceso largo, lleno de desvíos y retrocesos.

No se trata solo de reconstruir casas, sino de rehacer el tejido social, recuperar la confianza, enfrentar las heridas invisibles. Y aunque muchos sirios prefieren no hablar de futuro, sus gestos cotidianos como abrir una tienda, limpiar una calle o reocupar una casa semidestruida componen una narrativa más fuerte que cualquier discurso oficial.

La transición siria no tiene un camino claro, pero en las calles de Damasco, entre ruinas y comienzos mínimos, la vida sigue. Y esa insistencia, por ahora, es la forma más honesta de esperanza.

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