Iván Garzón, académico colombiano: “Hay una crisis de los grandes referentes políticos e ideológicos, por lo que la batalla por las narrativas aparece como de primer orden”

Bandera flameando, proyectada en el Palacio de La Moneda, tras conocerse los resultados del plebiscito en octubre de 2020. Foto: Agencia Uno

Los grandes conflictos por los que distintas naciones pasan durante su historia tienen repercusiones políticas con las que hasta el día de hoy tienen que lidiar. Así lo cree Iván Garzón, politólogo colombiano que asegura que la polarización presente en numerosas naciones responde muchas veces a la dificultad para asentar pisos comunes entre veredas que claman tener la “verdad histórica”.


Las frías mañanas del otoño chileno no han pasado inadvertidas para el investigador del doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Chile, el colombiano Iván Garzón, quien resaltó el frío de la capital chilena, en contraste con el verano o el clima de su país natal. Pero lo que hermana a ambas naciones es su pasado y cómo este moldea, aun en la actualidad, los procesos políticos y las “batallas políticas y culturales”, dijo el académico a La Tercera.

El doctor en Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina, abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana y autor del libro El pasado entrometido, que será presentado este miércoles, asegura en su trabajo que el “pasado problemático” que cruza naciones tan distantes como Turquía, Estados Unidos, España, Irlanda del Norte, Colombia y Chile, entre otros, es el “elemento transversal que tienen las sociedades contemporáneas en esa búsqueda por darle sentido al presente y proyectarse con sentido hacia el futuro”.

La traducción política en Latinoamérica, cree Garzón, se ve en la desaparición del centro político, la creciente polarización de la región y las dificultades que tanto el Presidente colombiano, Gustavo Petro, como el chileno, Gabriel Boric, han tenido que sortear. Su experiencia como investigador de la Comisión de la Verdad de Colombia y asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica lo acercaron a las consecuencias de las guerrillas, pero también a los grandes problemas históricos de las distintas naciones del mundo.

En su libro plantea las políticas de la memoria como un “nuevo campo de batalla político y cultural”, lo que ve en numerosos países, y Chile aparece nombrado. ¿Cómo ve ejemplificadas esas batallas en nuestro país?

En él hago alusión al discurso célebre de Patricio Aylwin en el Estadio Nacional. Era un momento en el cual se anticipaba que la idea de la memoria vinculada a la idea de la reconciliación iba a ser un elemento definitorio de las políticas de la memoria. En el contexto actual, evidentemente la coyuntura chilena es propicia para que este tema vuelva a ponerse sobre la mesa por el aniversario del golpe militar de 1973. Ahí hay una oportunidad para que la sociedad en general no solo revise y rememore el pasado, sino que también se plantee la pregunta sobre los distintos sentidos de ese pasado.

Cambio de mando de Augusto Pinochet a Patricio Aylwin, el 11 de marzo de 1990.

¿De qué manera su teoría acerca de la memoria y la construcción de relatos se relaciona con el presente chileno?

Hay que entenderla en el contexto del fin de las ideologías. Los años 90 marcaron un escenario global en el cual la democracia liberal y el capitalismo triunfantes marcaron el gran relato de los años 90 y comienzos de siglo. Sin embargo, hay una crisis de los grandes referentes políticos e ideológicos, por lo que la batalla por las narrativas aparece como de primer orden. Ya no solo con un componente político, sino que con una connotación cultural, en buena medida porque el proyecto de la izquierda, tras el fracaso del socialismo real o del comunismo, ha sido justamente reivindicar un proyecto cultural e ideológico-social. Y eso hace que hoy en día los líderes políticos no solo pretendan convencernos de consignas, de propuestas, de campañas, sino además que pretendan resignificar la historia reciente para darle algún sentido de orden y comprensión de lo que sucede, ya no solo para el presente, sino también enlazándolo con el pasado y vinculándolo hacia el futuro. La gran paradoja es que la pregunta por el pasado actualmente está muy vinculada, sobre todo, con el futuro. No solo qué hemos hecho y quiénes hemos sido, sino además sobre todo quiénes queremos ser.

¿Cómo se puede buscar la “verdad histórica” a la que refiere en su libro en una realidad en que pareciera que cada vereda la reclama como propia?

La disputa por el relato es sobre todo una disputa por la pretensión de una superioridad moral. Es decir, por la idea -equivocada o no- que tiene cada sector político de pretender estar del lado correcto de la historia. En nuestros países existe esa disputa político-cultural por la memoria de ciertos acontecimientos, pero si te fijas, en Europa sucede algo similar: buena parte del ascenso de la derecha extrema en el continente está impulsada por una visión triunfalista y revanchista del nacionalismo más conservador. Me parece que hay que darle una dimensión a toda esta disputa como un fenómeno epocal, como una característica de este tiempo. En buena medida, como una forma de suplir el vacío que ha dejado el fin de las ideologías.

¿Le parece que Chile es un país polarizado?

Yo creo que todos los países lo son. Chile lo es en la medida en que sigue sin encontrar esa invitación que hizo Patricio Aylwin en el Estadio Nacional, la idea de que el país no está dividido entre unos y otros. Yo creo que lo está, porque los significados de esos hechos históricos dolorosos, tanto antes como después del 73, persisten en la memoria. Pero, sobre todo, no se ha logrado un relato común que contemple las páginas negras y las páginas rosas. No hay un relato común que evite la tentación que tienen hoy las comunidades contemporáneas de dividir la sociedad entre vencedores y vencidos, porque en el fondo es una mampara para categorizar entre quienes estaban equivocados y quienes tenían la razón. Un hecho histórico se puede juzgar en esos términos, pero es anacrónico seguir calificando las consecuencias de ese hecho bajo esas categorías. Porque más allá del hecho histórico, una guerra, una dictadura, un golpe de Estado, un conflicto armado, un genocidio, después de ese capítulo, toda la sociedad se hace cargo de las consecuencias. Cuando no existe un relato que supere la visión binaria de vencedores y vencidos, las sociedades quedan fracturadas de manera muy profunda.

Una mujer prepara las papeletas en una mesa electoral el día de las votaciones para una nueva comisión redactora de la Constitución, en Santiago. Foto: Reuters

¿De qué manera cree que se podrían alcanzar consensos políticos en escenarios de polarización como el de Chile, donde se pasó de una votación aplastante para la izquierda a una de igual envergadura para la derecha?

Es muy difícil, porque los ganadores siempre tienen la tentación de quererlo todo. El desafío es lograr una nueva propuesta de Constitución que recoja un sentir mayoritario y que tenga esa vocación de unidad. El otro riesgo que conspira contra esa idea de una propuesta más amplia es la derrota electoral del centro político. Me parece que es un fenómeno característico en América Latina. Las propuestas de centro político en Colombia, en Argentina y en Perú han ido implosionando. Existe una gran oportunidad de esos referentes de que hagan una autocrítica, porque hay sectores amplios de la sociedad que parecen querer una opción de centro, pero que probablemente no la encuentran reflejada en esas opciones.

¿Qué factores considera que cruzan a todos los países en los que se interesa en su libro? ¿Cómo se relaciona la realidad chilena con la alemana, la china, la turca y la sudafricana?

Lo que tienen en común estos países es que poseen lo que se llama un pasado que no pasa. Es decir, acontecimientos traumáticos que, a pesar de que han sucedido hace 40, 60, 80 años o incluso más de un siglo, se resisten a pasar y a ser considerados escenarios de aprendizaje moral para la sociedad, convirtiéndolos en profundamente divisivos. Miremos, por ejemplo, lo que está ocurriendo en España. Las elecciones autonómicas y municipales del 28 de mayo han puesto sobre la mesa la pregunta de si es válido que un partido que tiene afinidad ideológica con ETA puede presentar válidamente como candidatos a exmiembros de la banda terrorista que además tenían delitos de sangre. Y como esas, encontramos discusiones todo el tiempo sobre la significación del racismo en Estados Unidos, sobre la persistencia de la violencia en Irlanda del Norte, en el Úlster, la dificultad de Colombia para cerrar el conflicto armado a pesar del acuerdo de paz del 2016 o sobre la resignificación que hace Putin del pasado de Rusia como pretexto para su proyecto político. El pasado problemático, el pasado entrometido, es el elemento transversal que tienen las sociedades contemporáneas en esa búsqueda por darle sentido al presente y proyectarse con sentido hacia el futuro.

¿Cómo se podría aplicar la batalla política y cultural de la memoria en el caso colombiano, considerando el proceso de paz que el Presidente Gustavo Petro busca impulsar y la reciente suspensión del cese al fuego con el Estado Mayor Central, que forma parte de la disidencia de las FARC?

Colombia tiene esa dimensión macondiana, que expresó muy bien García Márquez en sus obras, de ser un país atado a los ciclos de violencia y, al mismo tiempo, ser un país que parece tener un gran aprendizaje en procesos de paz. Tras el acuerdo del 2016 con la principal y más longeva guerrilla de América Latina, se había abierto una posibilidad de reconciliación que en buena medida explica el triunfo de Gustavo Petro en 2022. Pero infortunadamente, en la medida en que la violencia en Colombia se ha convertido en un modo de vida para organizaciones criminales, los incentivos para salir de esos modos de vida parecen ser muy esquivos. Estas se encuentran comprometidas con un proyecto de criminalidad y dominio territorial ante un Estado insuficiente para controlarlas y una sociedad civil que ya está harta de la violencia, pero que tampoco juega un papel protagónico en su resolución.

Rebeldes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia en las selvas del noroeste del país, en agosto de 2017. Foto: Reuters

En el plano político, ¿cómo calificaría la gestión del Presidente Petro en este aspecto?

La gestión de Petro ha sido tan bien intencionada como improvisada. Parte del problema de su propuesta de paz total es que ha sido muy voluntarista y con el riesgo previsible de que al ser una oferta que no contaba con una voluntad de paz real de todas estas organizaciones, además tan disímiles entre sí, corre el riesgo de naufragar. Una vez más se demuestra que hay un grupo de líderes que llegan al poder sobre la base de críticas que en su momento parecen muy lógicas al gobierno de turno, pero que una vez están ante la responsabilidad de tomar decisiones, queda claro que el ejercicio de gobernar es mucho más complejo que la poesía opositora.

¿Incluiría al gobierno del Presidente Boric en ese grupo?

Yo creo que a Boric le puede pasar algo similar, aunque evidentemente ha demostrado una capacidad de moderación y de adaptación a las circunstancias que hay que reconocérsela. Lo cierto es que en los últimos años, 15 de las 16 elecciones han buscado la alternancia política, con lo cual yo creo que hay dos conclusiones en América Latina. Primero, el discurso antigubernamental es muy eficaz en nuestros países, porque son básicamente ingobernables. Pero segundo, cuando esas opciones políticas llegan al poder, se encuentran con la gran contradicción de que, o bien terminan haciendo lo que les criticaban a sus opositores, o bien se dan cuenta de que en realidad no tenían una propuesta realmente estudiada, preparada y viable para las nuevas circunstancias. Ahí, el contexto latinoamericano tiene mucho que enseñarnos para los próximos años.

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