La fiesta y la furia de Baquedano: Los festejos en la zona cero

La celebración fue un espectáculo ecléctico: hubo bailes y cerveza para festejar el triunfo del Apruebo. Pero también fuego y violencia en un nuevo round entre manifestantes y carabineros


Aún faltaban varias horas para los resultados del plebiscito, pero el sector de Plaza Baquedano ya parecía funcionar con sus propias reglas.

—A la reja por sapo conchetumare.

Eran las 18:00. Ya había enfrentamientos entre manifestantes y Carabineros y, tal vez por lo mismo, una sensación de sospecha entre todos quienes no se vieran parte del mundo que se congregaba ahí para esperar los resultados del Apruebo. Pasó unos metros más allá, donde un grupo de jóvenes corrió desde la Alameda hacia Santiago Bueras. Iban donde un tipo de unos cuarenta a años, fornido, de pelo corto, parado bajo un toldo azul, gritándole:

—Ese huevón es paco.

La turba, de unas diez personas, llegó pidiéndole explicaciones. Lo que había pasado, decían, es que una niña lo había acusado. Y ser carabinero en ese lugar y a esa hora, sobre todo estando de civil, era una osadía. Por eso es que el grupo le exigía explicaciones. El tipo sacó su carnet, mostró su licencia. Dijo que no era carabinero, sino que taxista.

—Todos los taxistas son fachos —le gritó una mujer de la turba.

Otra mujer, de alrededor de 40, se acerca al taxista para apoyarlo. Les dice a la turba que la niña que lo acusó, una menor de edad junto a dos amigos, estaba “toda drogada” y que “quizás está sicoseada y por eso dijo eso”.

La niña aludida estaba a unos metros más allá. Era delgada, tenía el rostro sucio. Se reía con sus amigos cuando veían todo esto. Pero eso no fue suficiente para alegar la inocencia del taxista: al rato de unos minutos tuvo que irse.

La turba festejó ahí. Detrás de ellos, pasaba una mujer vendiendo cerveza Corona a mil pesos. Toda la estética de esas horas previas podía resumirse en eso: fiesta y furia. Había veinteañeros improvisando un hip hop del Apruebo frente al GAM, cantando mecánicamente Con todo sino pah qué, y también un rescatista caminado por Merced diciendo, ante la gran cantidad de vendedores de cerveza, “don’t drink and fight”.

Aunque hacia la Alameda la escena era menos festiva. Ya había varios centenares de personas enfrentándose a Carabineros, que se defendían con sus carros lanza aguas. Y eso, a un manifestante a la altura de Irene Morales, no les parecía.

—Están a puro guanaco defendiéndose, pacos culiados

Los sonidos de la fiesta comenzaron a ceder. Lo que sonaba ahora eran los gritos contra la policía y un ciclista que, a la altura de la Fuente Alemana, golpeaba su tambor como si fuese un latido de guerra. La dinámica en la trinchera de Plaza Baquedano era un constante repetición del juego del gato y el ratón: pasaba el carro lanza aguas, disparaba su chorro, los manifestantes se replegaban y luego volvían con más ganas. Así estuvieron largo rato, hasta que un zorrillo flanqueó a los manifestantes por el lado poniente de la Alameda. Un muchacho lo vio y quiso avisar:

—¡Encerroooooonaaaaaa!

Eso empujó a todo el público hacia el Parque Forestal. No pasó demasiado hasta que volvieran los gritos desde la Alameda.

—¡Paco y la conchatumadre!

El gas lacrimógeno lanzado por el zorrillo permitió que las fuerzas de orden lograran recuperar el control de la plaza. Pero eso no duraría mucho. Había real rabia en los manifestantes. Un enojo visceral en sus caras mientras corrían hacia carabineros y le lanzaban piedras. Y esa rabia también se convertía en una falta de respeto a su autoridad y en un nulo temor a enfrentarse a ellos. Pocos minutos antes de las 19.00 una masa de encapuchados se abalanzó sobre la plaza, obligando a que los vehículos policiales se retiraran.

La sensación de victoria fue inmediata. La muchedumbre gritaba “bueeeeena, cabros: recuperamos la plaza”. Pero no todos estaban contentos.

—¿Qué es esto?

Un encapuchado se acerca.

—¿Qué es este cuaderno?

No debe tener más de 23 años.

—¿Que anotas? ¡Muéstrame!

La zona cero tiene sus reglas: estar ahí tomando apuntes, puede convertir a ciudadano en un sospechoso. En alguien que, de un minuto a otro, tiene que poder justificar su presencia ahí. O, de lo contrario, asumir las consecuencias.

—¿Erís paco? Dime poh. ¿Erís paco?

Escenario

La estatua del General Baquedano tuvo tres colores esa tarde. Partió la jornada de negro y, luego del asalto a la plaza quedó con manchas verde fluorescentes, hasta terminar toda pintada de rojo. Arriba de la estatua se montó un grupo de avanzada. Tenían paños y banderas -una de la población La Victoria, de hecho-. Pero, por sobre todo, tenían teléfonos. Arriba del caballo se sacaban fotos, grababan videos y uno incluso atendió una llamada, mientras el óvalo se poblaba y empezaban los cánticos contra cualquiera de las tres figuras que cada tanto la muchedumbre recordó esa tarde: Carabineros de Chile, Sebastián Piñera y Augusto Pinochet.

Conquistar la plaza daba también la posibilidad de llenarla con cualquiera de las causas que cabían bajo el paraguas del Apruebo. Y aquí, como en la galería de un estadio, todos quieren mostrar su trapo o su consigna. Había banderas con el lema de Venceremos, la figura del perro Matapacos y una con la cara del Guasón. Había carteles que exigían el fin del Sename, que la revolución sea feminista y, también, rayados que pedían justicia para Cristian Valdebenito: un manifestante que falleció en marzo pasado, cuando recibió el impacto de una lacrimógena en esta mismo sector durante una protesta.

Todo eso se mezcla con venta la venta como llaveros y banderas y afiches, porque la resistencia también puede convertirse en un souvenir.

Ya sin carabineros en el horizonte, la Plaza Baquedano funcionó como una suerte de escenario donde cada uno buscaba una fracción de protagonismo. Como si sin una autoridad presente, cada pequeño grupo pudiera apropiarse del espacio por un momento. Estaban las rescatistas que se acercaban para fotografiarse en el monumento, los grupos que cubrían la plaza con una bandera mapuche gigantesca o el cuerpo de baile que apareció a un costado, para hacer una intervención artística. Era como un circo con distintos actos, donde a veces podía aparecer petardos y fuegos artificiales que reventaban en en el cielo o algo más sofisticado, como un tipo que sujetaba una antorcha en llamas, que capturaba las cámaras de los teléfonos cuando lograba llamaradas escupiéndole alcohol al fuego.

No era el único lugar donde algo se quemaba. Había pequeños grupos por Vicuña Mackenna quemando ramos y palos, y otro más en Ramón Corvalán encendiendo un escritorio y sillas.

La música partió a las 19:55.

A esa hora, desde el quinto piso del edificio en Merced donde está la Telepizza, un grupo instaló unos parlantes en un departamento y empezó a sonar Radio Plaza Dignidad, con El baile de los que sobran. Fue durante toda la noche una banda sonora con canciones que hablaban sobre pacos homicidas, sobre devolver las balas recibidas y sobre pueblo unido. Aunque, más que algo homogéneo, lo que unía todo eso espectáculo de Baquedano era esa sensación de fiesta pagana. De, por ejemplo, gritar y aplaudir cuando un grupo quemó una réplica gigante de la Constitución y aplaudir al ver que Delight Lab proyectó la palabra RENACE sobre el edificio Telefónica. Pero no había nada de verticalidad, ningún líder visible. No había cámaras en el suelo transmitiendo esto en vivo para los canales ni políticos disueltos por la muchedumbre.

Ni siquiera cuando desde el quinto piso del edificio de Merced alguien trató de hablar, hubo demasiada atención. Alguien ahí con micrófono discurseó sobre haber recuperado la Plaza de la Dignidad y de que la lucha no había terminado. Para abajo, más que un público esperando ser sermoneado, lo que había era cientos de transmisiones por Instagram live. La resistencia, entonces, era un contenido individual, pero compartido por streaming.

Ni siquiera hubo un gran pronunciamiento por parlantes del resultado. Cada grupo tenia que enterarse por sus propios medios del 78.25% del Apruebo ante el 21.75% del Rechazo.

Para un grupo de veinteañeras con pañoletas feministas, por ejemplo, fue así:

—Oye, abrazo grupal. ¡Que ya ganamos!

Luego de eso se hicieron una ronda cantando El derecho a vivir en paz, en medio de una fiesta que se prolongó pasadas las 1:00. Aunque a esa hora, la celebración se parecía más a lo que se ve al final de una fiesta de año nuevo. Merced estaba convertida en un urinario colectivo y frente a la Plaza Italia un grupo de tres transportistas bailaba El pueblo unido, mientras encapuchados encendían barricadas por Vicuña Mackenna y el Puente Pío Nono. Aún había gritos. Aún había gente gritando que lo que había pasado era histórico y el sonido de latas de cervezas vacías golpeando el piso, convirtiéndose en una suerte de costra sobre el pavimento. Aunque todo eso cambió a las 1:30, cuando el toque de queda corría hace media hora.

—¡Vienen los pacos!

Desde Providencia, Vicuña Mackenna y Merced se veían balizas de una decena de vehículos de la unidad de Control de Orden Público, listas para retomar control de Baquedano. Los camiones lanza aguas rociaron la estatua y no mucho después la plaza estaba vacía. La gente huyó por el Parque Forestal, corriendo, en bici y en moto. Pero no todos pudieron salir ilesos: un piquete de Carabineros estaba esperando con sus lumas. Un muchacho que arrancaba por ahí, esquivó el golpe a penas.

——No papi, a mi no me pegas.

La zona cero, incluso cuando está custodiada por Carabineros, tiene sus reglas: estar ahí tomando apuntes puede convertir a un periodista en un sospechoso. En alguien que, de un minuto a otro, no puede justificar su presencia ahí. Y, por lo mismo, merece ser golpeado en el brazo.

—Oye, estoy trabajando —le dije.

El segundo golpe fue en el muslo.

—Soy periodista —insistí.

El carabinero, que ahora estaba acampado por dos más, sólo dijo una cosa:

—Arranca ahora, huevón.

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