Pingüinos que cantaban, bailaban (¡como lo hacían!) y encontraban su lugar en el mundo a la vez que se enamoraban, encontraban pareja y eran felices, sazonado con una alerta acerca del calentamiento global, eran los ingredientes de Happy Feet, película dirigida en el año 2006 por el australiano George Miller y que ganó el Oscar como mejor película animada. Miller, ni tonto ni perezoso, se lanzó a realizar una secuela de su exitoso film, pero lo que una vez resultó novedoso, con fuerza y dinámico, ahora se siente repetido y extraviado.

Acá nos reencontramos con Mumble, el héroe de la primera entrega, quien está casado (supongo, aunque nadie lleva anillo de matrimonio) y con un hijo, Erik. Esta vez es el turno del pequeño de sentirse excluido y de buscar su lugar. Hasta acá, vamos bien. No mucho avanzar, aparece un extraño pingüino de nombre Sven, líder de otro grupo, quien puede volar y que a ratos parece gurú de matinal, con frases hechas y sin mucha profundidad. En una historia paralela, conocemos a Will y Bill, dos krills que quieren conocer qué más existe en el vasto océano y no ser solo uno más entre el resto de los millones de su especie. Si esto no es suficiente, un desastre natural amenaza la existencia del grupo de pingüinos emperador. Si parece que hay más elementos de los necesarios, es porque sí, los hay. Miller se enreda y trata de abarcar demasiado. Nunca queda claro de qué va realmente su film ni quién es el protagonista de la historia. ¿Es acerca de encontrar tu lugar en el mundo? ¿es acerca cómo ser padre? ¿es un llamado de atención acerca del calentamiento global? ¿es sobre ser distinto y alejarse? ¿Es la historia de Mumble y su hijo a pesar de que sea mucho más interesante y divertida la vida de los krills? Es verdad que no aburre y los más pequeños gozarán con los incontables números de canto, baile y el impecable 3D, pero esta secuela por querer ser mucho, termina siendo poco.