
Advertencia desde Utah

El asesinato de Charlie Kirk deja bastante más que estupor: instala el temor a disentir, exhibe la cara más oscura de lo humano y normaliza atajos que reducen la política a la fuerza bruta. Pero también desnuda otros males: una cultura de la cancelación que clausura la diferencia en vez de debatirla; la lógica amigo–enemigo que convierte al adversario en una amenaza existencial; la deriva de ciertos discursos hacia una suerte de guerra santa con pretensiones mesiánicas; y la peligrosa convicción de que existe un deber moral de alcanzar la utopía, aun a costa de arrasar las reglas y las instituciones.
El trasfondo filosófico de este clima no es nuevo. Isaiah Berlin advirtió contra el monismo, esa tentación de creer en una sola verdad, una sola forma legítima de organizar la sociedad, un único camino al bien. Cuando la política se somete a esa lógica, todo lo distinto aparece como error, desviación o amenaza. La violencia, entonces, se vuelve el corolario natural: si existe una verdad única, todo medio está justificado para imponerla o evitar su corrupción. Ese impulso mesiánico, que en apariencia persigue fines nobles, termina justificando lo injustificable. Lo peligroso de esta deriva es que puede imponerse sin que seamos conscientes. Primero se tolera la descalificación, luego se normaliza la agresividad verbal, y con el tiempo lo excepcional se convierte en rutina, amparándose en la idea de que el fin justifica, en ciertos casos, traspasar los límites.
El relativismo, en el extremo opuesto, tampoco ofrece salida. Si toda verdad depende del cristal cultural o ideológico desde donde se mire y no hay valores comunes, nada puede juzgarse. En sociedades fracturadas, este vacío se traduce en cinismo, en la idea de que “todo vale” según quién tenga la fuerza. Ese relativismo erosiona cualquier noción de límite. No hablamos solo de un vacío ético, sino del terreno fértil de la posverdad: un espacio donde los hechos importan menos que el relato, donde la manipulación pesa más que la evidencia y donde el poder se mide en la capacidad de imponer ficciones.
El camino más fecundo es el pluralismo, que reconoce la existencia de valores diversos, a veces incompatibles. El pluralismo no borra las tensiones, no desconoce la densidad mayor o menor de los argumentos, pero exige convivir con ellas sin pretender que un único ideal justifique la supresión de los demás. En política, eso significa aceptar que el adversario no es un enemigo, que el debate debe abrirse a la diferencia y que las instituciones son el marco que contiene nuestras discrepancias. Esa aceptación es incómoda, porque obliga a gestionar el conflicto, a negociar sin la promesa de soluciones definitivas. Pero es la incomodidad propia de la democracia: lenta, imperfecta, frágil, y precisamente por eso invaluable.
La tragedia de Utah es la prueba de lo que ocurre cuando las ideas monistas y mesiánicas conquistan el espacio público. Defender el pluralismo —en la política, en la cultura, en la vida social— es una urgencia. Sin esa defensa, el espacio común se convierte en campo de batalla y lo que se pierde no es solo la convivencia, sino la posibilidad misma de un futuro compartido.
No normalicemos esos gérmenes que, en nuestro país, ya comienzan a insinuarse.
Por María José Naudon, abogada.
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