Por Óscar ContardoAtorrantes

Cuando leí la declaración de Diego Paulsen, jefe de campaña de Evelyn Matthei, efectivamente pensé que “atorrante”, el adjetivo con el que calificó al actual gobierno, tenía el significado de “holgazán” recogido por el diccionario de la RAE, es decir, una característica individual independiente de un origen social.
En las ocasiones en las que había escuchado esa palabra anteriormente -algún episodio en mi infancia- guardaba esa connotación, cercana a beodo y limítrofe con malentretenido, el varón sin oficio que vive de juerga en juerga, pero luego, en la medida en que cercanos me ilustraban del uso que se le dio en el campo chileno durante el siglo XX, entendí que más que aludir a una conducta personal puntual, la expresión “atorrante” describía en Chile a un tipo humano muy específico, tributario del gañán del siglo XIX que deambulaba por los campos ejerciendo trabajos temporales variados sin asentarse en un lugar específico ni obedecer a normas sociales. Era, por lo tanto, un significado que evocaba pertenencia de clase y que se aplicaba en el universo rural, una palabra guardada en el mismo maletín de municiones en el que se mantienen metrallas como “roto”, “china” o “siútico”. Esa acepción de “atorrante” era algo que un provinciano como yo, que suele interesarse por este tipo de asuntos, debería haber conocido. Mal por mí.
Constaté entonces que la palabra “atorrante” -de origen rioplatense- en Chile no alude simplemente a alguien que cultiva un modo de vida disipado, sino a quien ha nacido en la pobreza; el adjetivo establece, por lo tanto, un origen de cuna imposible de cambiar, que condena una vida periférica y ajena al orden de la modernidad. Concluí que, entendida de ese modo la palabra “atorrante”, la declaración del señor Paulsen era, efectivamente, clasista, aunque en un primer momento yo hubiera pensado que no lo era, tal vez por tratarse de una expresión a la que no le había puesto la atención que merecía o quizás porque entraba en conflicto con otra acusación opositora local frecuente sobre el origen de clase de un sector de dirigentes políticos oficialistas a quienes desde cierta derecha suelen llamar “los hijos tontos de los ricos”. Decídanse. No se puede acusar a alguien de pertenecer a un grupo privilegiado por la mañana y por la tarde agredirlo por provenir de un origen social (supuestamente) sin rango ni blasones. Habría que elegir, ya que usar los dos argumentos en paralelo provoca una disonancia cognitiva difícil de resolver: si bien es cierto un heredero de un linaje privilegiado puede despeñarse socialmente producto de sus malos hábitos o renunciar a su círculo de pertenencia por culpa o hastío, eso no cambia su biografía familiar, sino más bien lo instala en el ámbito de los rebeldes críticos de su clase. Por otra parte, sería contradictorio burlarse desde la derecha de alguien que trepa desde abajo en la pirámide social gracias a sus capacidades laborales, si desde ese sector públicamente se ensalza el mérito individual como valor supremo, a menos que el culto a los atributos personales sea solo un discurso y al momento de la verdad no opere en las lógicas internas de poder.
Uno de los cambios más relevante en nuestra convivencia en las últimas décadas ha sido la penalización colectiva a los insultos públicos que en otra época funcionaban como artillería de desprestigio y humillación que podía ser usada con total impunidad. Atacar públicamente a alguien con palabras como “roto” o “patipelado” en la actualidad tiene consecuencias. Aún más, quien eventualmente sea calificado de ese modo, podrá incluso enrostrárselo a quien se lo recuerda gratuitamente, como una virtud, algo valioso y no como una vergüenza. Soy roto, ¿y qué? Este cambio, sin embargo, no opera del mismo modo en la convivencia privada ni menos aún en la distribución del poder. Quienes toman las decisiones importantes en Chile, incluso en el gobierno descrito por el señor Paulsen como “atorrante”, están lejos de venir de los sectores más vulnerables del país: dos de las figuras masculinas más destacadas, uno de ellos precandidato en la última primaria y otro, el alcalde estrella del Frente Amplio, son egresados de colegios exclusivos y facultades de élite. Chile no cambió, al menos no por el flanco izquierdo.
Una parte importante de la campaña de Jeannette Jara, la candidata oficialista, está construida sobre su propia biografía: miembro de una familia que sufrió el rigor de la crisis de 1982, criada en una comuna popular y estudiante de liceo público. Una historia similar a la de muchas familias chilenas de la época, por no decir la mayoría si contrastamos con las cifras de desempleo y pobreza de esos años. Relatos como el de la exministra Jara, sin embargo, son difíciles de encontrar en determinados círculos de poder político, incluso en la más profunda izquierda, en donde la proporción demográfica se invierte y las historias de vidas comunes y corrientes resultan excepcionales, dignas de ser destacadas como un prodigio y divulgadas como un hallazgo.
Si bien el insulto clasista público ya no queda impune como solía ocurrir en el pasado, la dinámica de convivencia y acceso al poder continúa privilegiando de manera desmesurada a quienes tienen redes familiares, sociales y de amistad que se funden con las partidistas y aseguran nombramientos, ascensos y cargos. Fulano es muy bueno, es hijo de zutano, sobrino de Juanito, primo de Manolita y compañero de universidad de mengana. En ese patrón cultural, el actual gobierno no logró marcar diferencias ni tampoco pareció esforzarse por hacerlo, de hecho, no debe ser casual que el electorado más distante y resistente a la izquierda y en donde más arraigado está el voto por la ultraderecha sea actualmente el de menores ingresos, justamente el universo que habita la figura humana que desde cierto progresismo se suele calificar de “facho pobre”.
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