Columna de Marisol García: Bailar como la gente común

El mejor baile es siempre expresión comunitaria que activa convenciones de sociabilidad diferentes a las de la rutina civil contenida y funcional. Es una maravilla cómo el nuevo libro Gente común. Una historia oral de la Blondie, de Rodrigo Fluxá, instala todo aquello sin necesidad de intelectualizarlo o siquiera darle contexto.



Cuando al fin pase todo esto que nos pasa -la sociabilidad por aforos, el debate inviable, el acecho inflacionario-, vendrá una pregunta crucial: ¿a dónde vamos a bailar?

De las crisis se sale sacudiendo el cuerpo, nos demuestra una y otra vez la historia de la humanidad. Tan sólo en el siglo XX, el vaivén de caderas y taconeo sobre las pistas ofreció una vital contracara a traumas como los de la Gran Depresión y las dos guerras mundiales. Salsa como código de resistencia barrial ante la marginación latina en Nueva York. Movida madrileña para olvidar a Francisco Franco. Contra la insensibilidad social de Thatcher, el irresistible Northern soul.

El mejor baile es siempre expresión comunitaria que activa convenciones de sociabilidad diferentes a las de la rutina civil contenida y funcional. Es una maravilla cómo el nuevo libro Gente común. Una historia oral de la Blondie, de Rodrigo Fluxá, instala todo aquello sin necesidad de intelectualizarlo o siquiera darle contexto. Son las voces de asistentes y trabajadores de la discoteca con más carácter de Santiago -una tras otra; espontáneas, sin filtro, precisas, egóticas- las que recuerdan cuánto de refugio tuvo en sus mejores años la invitación a un enorme subterráneo que probablemente tenía menos de distracción que de afirmación identitaria.

“La Blondie fue primera en todo: en los góticos, en respeto a minorías sexuales, en las tribus urbanas. Y ahora Chile se parece a la Blondie” (Jorge Olguín, página 184). “Mucha gente con problemas de autoestima encontró ahí un lugar para brillar. Se destapaban las gorditas, los feos” (María Elena Ábalos, p. 129). “Que puedas venir de una población y tener ese acceso a otras dinámicas, que seas acogido por personas parecidas a ti, que dejes de sentirte raro… me emociona” (Hugo Chávez, p. 185).

Y en torno al baile, la competencia. Y sobre esta, la ambición. Espera en tanto en la puerta una violencia dispuesta a prender con poco su antorcha racista u homofóbica. También los documentales y libros en los que hemos aprendido sobre Studio 54 o The Haçienda contienen episodios de traiciones, delirios y líos con la ley. En cuanto micromundo libertario, las relaciones humanas dentro de una discoteca van definiéndose sin las pautas que rigen fuera de sus muros.

Y lo que ahí sucede, ahí se queda, desde las licencias más sencillas (una fundamental en este caso: el permiso para bailar a solas), a las sexuales y las financieras. Es que “uno entra al edificio y cambia, las energías te huevean”, dirá el más relevante DJ de su recorrido, Arturo Fuenzalida, entrevistado inolvidable del libro. La sentencia de la asistente frecuente Deborah Palma es más sencilla: “La Blondie afecta las vidas de maneras muy raras”.

Bendita sea la intricación subversiva que suele darse entre baile y clase social. Fiebre de sábado por la noche (1978) retrató la onda disco como fantasía al acceso de una rutina proletaria. Y en Common people, la canción de Pulp en la que probablemente se inspiró el título del libro de Fluxá, el baile en grupo (y el trago y el coqueteo a su alrededor) aparece como el único espacio en el que una chica adinerada puede desdibujar sus privilegios. Cuando volvamos a bailar no será sólo un reencuentro. Será una comunión.

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