Opinión

Con licencia para “turistear”

Sin una reflexión mayor que trascienda la cultura de la viveza, esto será solo una flor de verano. Porque nuestro problema no es exclusivamente técnico, es también cultural y profundamente ético. Solo entonces la licencia volverá a ser lo que debe: un instrumento clínico, no una invitación a viajar

Licencias médicas emitidas en 2023 bajaron casi 16% y la tasa de rechazos subió en isapres y Fonasa

El libreto del escándalo repite siempre la misma escena: todo el sistema finge una amnesia global transitoria. Miles de licencias “tiradas” a diestra y siniestra, voces técnicas levantando alarmas, pero en el Estado nadie vio, nadie dijo nada. Sin embargo, bastó un informe de la Contraloría para que de la noche a la mañana se activaran comisiones, sumarios y estrategias. Una indignación tardía –mejor que nada, sin duda– que revela un vicio arraigado: elegir no ver, hasta que no quede más remedio.

La Contraloría reveló 25.000 funcionarios públicos que viajaron fuera del país mientras estaban en “reposo”, con un período promedio de 17,7 días. En total, los titulares de las mismas abandonaron el país 59.575 veces entre 2023 y 2024.

Hay récords dignos de Guinness: 125 personas registran entre 16 y 30 cruces de frontera y 51 superan las 31 salidas. El peak se da, predeciblemente, en el último cuatrimestre del año.

El número 17,7 días merece una reflexión aparte, porque equivale al tiempo que muchos chilenos destinan a sus vacaciones reglamentarias, con la diferencia de que aquí no corre ni el descuento de días ni la vergüenza. El Estado subsidia un programa de descanso premium y los contribuyentes pagan la cuenta.

¿Cómo llegamos a tratar la licencia como un pase vacacional encubierto? Hay quienes lo presentan como un resarcimiento “justo” frente a un sistema que no funciona; otros lo asumen como un derecho adquirido, una especie de día administrativo encubierto, y no faltan quienes la usan para resolver asuntos personales o políticos. Un ejemplo elocuente: una autoridad política que, en lugar de enfrentar un conflicto de interés con su pareja, optó por tomarse una licencia médica, como si la integridad fuera una enfermedad.

La arquitectura de doble carril del sistema tampoco ayuda, aun cuando el problema también existe en el sector privado. El Estatuto Administrativo garantiza el sueldo íntegro desde el primer día y sin tope para los funcionarios públicos (en el sector privado la regla impone tres días de carencia para las licencias cortas y un subsidio con tope mensual).

Tom R. Tyler recuerda que las leyes se cumplen cuando la ciudadanía las percibe como legítimas y cuando la sanción social tiene peso. No es el único factor, pero importa: cuando el propio Estado –que debiera ser el guardián de la norma– la transgrede y opera sin controles ni exigencias claras, la legitimidad se derrite.

En esta lógica, conviene hacerse preguntas incómodas: ¿cuántos jefes ignoraron la avalancha de licencias en su servicio? ¿Por qué el cruce Migraciones-Compin no funciona? ¿Qué médicos concentran firmas a destajo? ¿Qué se hace para controlarlo? ¿Cuánto cuesta el “reposo” pagado? Sin respuestas públicas, la confianza seguirá en pausa.

Romper el ciclo exige un giro técnico, sanciones reales a los médicos que mercantilizan certificados y, sobre todo, un debate legislativo serio para alinear los incentivos entre el sector público y el privado.

Pero, sin una reflexión mayor que trascienda la cultura de la viveza, esto será solo una flor de verano. Porque nuestro problema no es exclusivamente técnico, es también cultural y profundamente ético. Solo entonces la licencia –y tantos otros atajos normalizados– volverá a ser lo que debe: un instrumento clínico, no una invitación a viajar con cargo al bolsillo común.

Por María José Naudon, abogada, decana Escuela de Gobierno, UAI.

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