Opinión

Curados de espanto

03 Octubre 2024 Entrevista a Angela Vivanco, Abogada, Ministra de la Corte Suprema. Foto: Andres Perez Andres Perez

Hemos pasado de la negación a la indolencia. Si hasta hace unas décadas la corrupción era un vicio que nuestras autoridades solían calificar como acotado y ajeno a nuestra institucionalidad, las grietas que se fueron abriendo sobre ese discurso han sido tantas y tan graves que la materia supurante que hoy surge, sobre todo desde el sistema de justicia, nos parece no tanto un escándalo, sino una podredumbre que ya es parte del paisaje general. Un basural que nadie parece tener la intención de limpiar. Tras el ya histórico castigo en forma de clases de ética para los involucrados en el financiamiento ilegal de la política, la señal emitida desde la misma institucionalidad fue clara y concisa: mejor sigamos de largo, porque aquí no ha pasado nada. Que los curiosos y mirones circulen. El mensaje se extendió desde Penta hasta SQM y reverbera en la opinión pública como una clave acústica que marca la nota y el tono de lo que podemos esperar de las instituciones. Nos indica una y otra vez que hay muchas cosas, demasiadas, sobre lo que más vale la pena bajar las expectativas hasta un nivel rasante, en lo posible subterráneo: transgresiones que no se denuncian y que, si se descubren, rara vez se castigan como deberían. El ciclo de indignaciones sucesivas sobre escándalos de corrupción, o “irregularidades” como se les dice como para no ofender a nadie, que involucran personalidades poderosas ha rematado muy frecuentemente en un espacio entre el olvido y la frustración que causa comprobar que hay quienes jamás pagarán las consecuencias de sus actos, por más graves que hayan sido y por mucho daño que hayan provocado. El umbral de asombro frente a las sinvergüenzuras se ha elevado hasta el punto de impulsar una actitud colectiva cínica, es decir, el desprecio a los valores y reglas, porque si solo funcionan para algunos y no para otros, ¿de qué vale acatarlas? Las señales para revertir esa sensación ambiental han sido escasas si es que han existido.

El más reciente ejemplo del resquebrajamiento ocurrió esta semana, cuando se difundieron los detalles de la investigación sobre el rol de Ángela Vivanco, exministra de la Corte Suprema, en los fallos que obligaron a Codelco a pagarle más de 17 mil millones de pesos a la empresa bielorrusa Belaz Movitec, después de que la minera chilena cancelara un contrato por incumplimiento de los compromisos. Es decir, el cargo de miembro del más alto tribunal habría sido usado para perjudicar a la mayor empresa estatal a cambio de un monto de dinero pagado por el conglomerado extranjero a la ministra. El esquema del llamado Caso Muñeca Bielorrusa es tan indecente como turbio y habría funcionado gracias a un engranaje de personas involucradas en lograr ese cometido: abogados con pasado político reciente en el Parlamento, el dueño de una casa de cambio con antecedentes por contrabando y un contador que negociaba cargos en Fiscalía. En medio de todos ellos, una abogada de semblante severo y chasquilla dorada cuya incorporación a la Corte Suprema fue despejada gracias a las gestiones de Luis Hermosilla, el otrora poderoso letrado caído en desgracia tras difundirse el audio de la conversación más descarnadamente franca sobre la manera de operar en un ecosistema en que los escrúpulos son un estorbo y la ley un recurso retórico flexible y desechable. Aquel audio filtrado en el que Luis Hermosilla conversaba con sus clientes fue la grieta mayor, luego vinieron las pericias sobre el teléfono del penalista que dibujaron una red de influencias, amistades, favores que se hacen y deudas que se pagan. Nada de eso se conocería si no fuera por la grabación hecha por la abogada a la que el propio Hermosilla describió como una “psicópata bien orientada” y por el trabajo de un puñado de periodistas que siguió las hebras y expuso las aristas más graves del proceder del que alguna vez fuera considerado el penalista más influyente de la política chilena. Lo inquietante es que la fiscal a cargo del caso que indaga las actividades de Hermosilla decidió solicitar a tribunales autorización para interceptar los teléfonos de los periodistas que habían reporteado y expuesto el escándalo, buscando tener acceso a los datos y tráfico de llamados de cada uno de ellos durante un lapso de dos años. Aunque la solicitud fue denegada, el gesto revela si no un desatino, una curiosa manera de comprender el rol del periodismo y el del Ministerio Público.

La Fiscalía sostiene que la exministra Ángela Vivanco recibió pagos del conglomerado bielorruso a cambio de fallos. La evidencia presentada revela una fórmula en la que el dinero circulaba con la intención de no dejar rastro de su origen hasta llegar a destino. Cabe preguntarse entonces si la operación fue creada para satisfacer a la compañía extranjera tras su requerimiento o si era una fórmula diseñada con anterioridad o un servicio frecuentemente ofrecido en estos casos por la imputada. Vivanco, por lo demás, era solo un voto del total de cinco. ¿Qué ocurría con los otros ministros? Mientras nada de eso se aclare, la única conclusión posible es que mejor ni pensar en las posibilidades de frenar el avance del crimen organizado con tribunales así de expuestos a la corrupción y autoridades así de vulnerables a la coima.

Los niveles de confianza en la justicia chilena son misérrimos y las razones para que así sea lejos de disminuir aumentan en la medida en que los escándalos estallan para luego ser disimulados por un tupido velo de recursos y acuerdos que buscan dejar las cosas tal y como siempre han sido. La opinión pública parece superada en su umbral de indignación, curada de espanto frente a la alevosía con que tantas autoridades políticas han usado todo su poder para sepultar la reputación de las instituciones, comprometer su futuro y, con ello, el de todos nosotros.

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