Por Cristián ValenzuelaEl desplome fiscal

Dentro de las múltiples emergencias que enfrenta Chile hay una crisis silenciosa, pero devastadora: la del desplome fiscal. No se trata de tecnicismos ni de discrepancias contables, sino de una mentira a estas alturas institucionalizada. Lo que se prometió como un país con “responsabilidad social y fiscal” terminó siendo una estructura quebrada, sin rigor, sin transparencia y sin rumbo.
El Presupuesto 2026 no está fracasando por culpa del Congreso: está fracasando por responsabilidad de La Moneda. Lo destruyó el desgobierno, la soberbia y la incapacidad técnica de una dupla que quedará registrada como una de las peores de la historia económica reciente: Nicolás Grau y Javiera Martínez. Y cuyo autor intelectual y máximo responsable, Mario Marcel, abandonó estratégicamente el barco antes de que se terminara de hundir por completo.
Durante tres años, el Ministerio de Hacienda y la Dirección de Presupuestos vendieron una ilusión. Que el déficit estaba bajo control. Que los fondos soberanos resistían. Que el gasto social era sostenible. Que el país avanzaba hacia la “convergencia fiscal”. Todo eso era mentira. Hoy, el Congreso y organismos técnicos, como el Consejo Fiscal Autónomo y la Contraloría, han destapado lo que el gobierno intentó tapar con comunicados y discursos: que los ingresos fueron sobreestimados, que el gasto se disparó y que los fondos de estabilización se habrían usado para pagar deudas mal calculadas.
Lo más grave no es el error: es la intención. Porque no estamos frente a un accidente, sino frente a un diseño. El Ejecutivo usó los datos a conveniencia para aparentar equilibrio, ocultó los pasivos con contabilidad creativa, vació el Fondo de Estabilización Económica y Social, y está dejando sin margen al país para enfrentar las urgencias que vienen. Hoy, en materia fiscal, no existen holguras, sino un erario nacional plagado de agujeros.
El déficit estructural debía llegar al 1,1% del PIB y está cada día más lejos de eso. La deuda pública, que debía estabilizarse, ya bordea el 45% del PIB y crece más rápido que la economía. Los fondos soberanos, que alguna vez nos dieron orgullo, fueron transformados en una caja chica para tapar la ineficiencia y el descontrol. Las proyecciones de ingresos son de fantasía. Y los programas sociales, que se suponía serían el corazón de la generosidad de este gobierno, están llenos de deudas, atrasos y pagos suspendidos. Todo esto ocurre mientras el gobierno se victimiza. Grau culpa al Congreso, Martínez acusa “falta de diálogo” y la candidata del gobierno, Jeannette Jara, acusa oportunismo electoral.
Pero la verdad es otra: no fue la oposición la que destruyó el rigor fiscal, fueron ellos. Fueron sus decisiones, su soberbia y su desprecio por la técnica. Fueron sus experimentos ideológicos, sus proyecciones irreales, su adicción al gasto público como herramienta política. Fueron ellos los que rompieron la cadena de confianza entre el Estado y los ciudadanos.
La Dipres, que durante décadas fue sinónimo de rigor y neutralidad técnica, se transformó en una oficina de activismo presupuestario. Se proyectaron ingresos inexistentes, se disfrazaron déficits con provisiones ficticias y se ocultaron pasivos bajo categorías administrativas. El resultado está a la vista: un presupuesto sin credibilidad, un Estado endeudado y un país con el futuro hipotecado. El problema ya no es solo financiero, es moral. Porque la manipulación mediática de las cifras públicas no es un error técnico: es un acto de deshonestidad con los chilenos. Es mentirle al país sobre su propio estado de salud. Y cuando un gobierno miente sobre las cuentas nacionales, compromete el porvenir de todos.
Chile necesita volver a tener un Estado que diga la verdad. Que no oculte déficits, que no mienta en las cifras, que no use la pobreza como excusa para justificar la ineficiencia. La historia juzgará con dureza a esta generación de aprendices que confundió la contabilidad con la militancia. Que destruyó la confianza fiscal por soberbia ideológica. Que creyó que podía gobernar a punta de discursos y redes sociales mientras las finanzas del país ardían.
Porque lo que ha ocurrido con el presupuesto nacional no es un error, sino una traición al principio de probidad en el manejo de los recursos públicos. Chile merece volver a ser un país serio. Y eso parte por llamar las cosas por su nombre: lo de Grau y Martínez no fue un error técnico, es una especie de fraude fiscal. ¿Quién se hará responsable?
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