
El espejismo de eliminar programas “mal evaluados”

En tiempos de campañas presidenciales solemos detenernos a reflexionar sobre el progreso del país y las rutas posibles hacia el futuro. A estas alturas, más allá de los colores políticos, parece existir un consenso transversal: Chile necesita crecer. El desafío, por tanto, ya no es el qué, sino el cómo. Y en ese debate, la propuesta de cerrar programas “mal evaluados” se repite como solución frente a la necesidad de hacer más eficiente el gasto público. La idea suena lógica: reasignar recursos hacia políticas de mayor impacto y eliminar recursos asignados a programas mal evaluados. Pero este razonamiento descansa en un supuesto que en Chile rara vez se cumple: que las políticas públicas cuentan con evaluaciones rigurosas de sus resultados.
La realidad es distinta. Muchos programas se diseñan sin diagnósticos sólidos, se implementan con escaso seguimiento y, salvo excepciones, nunca son evaluados de manera independiente. El no contar con estrategias de evaluación de impacto durante las fases de diseño de los programas también hace el ejercicio de evaluación costoso y metodológicamente muy complejo. En consecuencia, resulta imposible distinguir con certeza cuáles programas cumplen sus objetivos, cuáles requieren ajustes y cuáles deberían efectivamente cerrarse.
Si bien en el país se están realizando esfuerzos para aumentar la cantidad de programas evaluados después de su implementación, la cobertura de este tipo de evaluaciones aún es limitada. En 2021, sólo un 28,2% de los programas contaba con al menos una evaluación de este tipo realizada por la Dirección de Presupuestos, cifra que aumentó a 39,4% en 2024.
Durante la Gran Depresión en Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt lo expresó con claridad en su campaña presidencial: “El país necesita, y, a menos que me equivoque, exige experimentación audaz y persistente. Es de sentido común tomar un método y probarlo: si falla, admítelo con franqueza y prueba otro. Pero, sobre todo, prueba algo”.
Ese espíritu de experimentación y aprendizaje debería guiar también a nuestros candidatos presidenciales. Porque lo que hoy, quizá de manera inconsciente, están planteando al hablar de “programas mal evaluados” es la necesidad de institucionalizar una práctica fundamental en política pública: aprender de la evidencia. La verdad es que existen cientos de políticas y programas cuyos efectos desconocemos, pero tenemos la oportunidad de medir, corregir y mejorar sobre la base de lo ya implementado, en áreas económicas, sociales y ambientales.
La discusión sobre el gasto público no puede reducirse a la magnitud de los recursos. La pregunta central no es cuánto gastar, sino cómo gastar mejor. Y para responderla, Chile necesita una institucionalidad que convierta la evaluación en una práctica habitual y vinculante. Solo entonces tendrá sentido hablar de eliminar programas “mal evaluados”.
Por Rodrigo Arriagada, investigador principal, ClapesUC
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