Por Joaquín Trujillo¿Filosofía chilena?

Parece que venimos de una época en que el sentido común era disputado en cuanto se intentaba modificarlo con arreglo a los postulados de esta o aquella ideología y que pasamos ahora a otra, una en que se lo disputa, sí, también, pero complaciéndolo. Por eso, la pregunta sobre la filosofía chilena es tan importante.
Si no desacreditamos la pregunta acerca de la existencia de una filosofía chilena respondiendo que la filosofía es filosofía y que el lugar desde donde se la hace poco importa (que es lo que objetaba el filósofo chileno Roberto Torretti), y nos la tomamos a pecho, tal vez, por pura sobreexigencia filosófica, sucede que posiblemente exista algo así como una característica del ambiente chileno que queda impresa en la filosofía del lugar llamado Chile. Quizá la tesis caricaturesca conforme a la cual Chile ha sido, cronológicamente hablando, un país de abogados, de historiadores y de poetas en parte de los siglos XVIII, XIX y XX, respectivamente, podría tener algo que ver en razón de lo siguiente.
Según el historiador Francisco Antonio Encina, los chilenos prefieren la ruda no ficción; de ahí que hayan desarrollado la historia y la poesía. Porque, para Encina, la poesía épica -de Ercilla, por ejemplo- es un género gobernado, querámoslo o no, por la no ficción. Y la historia, para qué decir.
Habría que agregar que personalidades como Andrés Bello, con su firme repudio a las “orgías de la imaginación”, habrían contribuido con esta comedida ars poetica a reforzar esa tendencia (aunque, en rigor, él alegó que solo olía esas maldades a su alrededor).
Y bien, la filosofía es la reina de la no ficción. Reformulemos, entonces.
En Chile podría subsistir una suerte de fobia hacia la abstracción. Mientras la abstracción unívoca de las matemáticas habría conseguido una respetabilidad casi supersticiosa —que se expresa en la reverencia por la econometría—, la abstracción difusa de la filosofía tendría poca aceptación, lo cual queda a la vista en el tipo de juicios, o prejuicios, aristofanescos contra ella: la filosofía sería una jerigonza propia de vagos, incapaces de dedicarse a oficios respetables, o sea, productivos de cosas caras que puedan suscitar envidia.
Si esto fuera así, sería bueno pensar en cómo los filósofos primitivos lograron que sus comunidades respetasen el lenguaje filosófico:
1. Las palabras no pueden significar cualquier cosa. En filosofía no existen sinónimos (ejemplo: no usar “objeto” en vez de “ente”).
2. Las palabras filosóficas deben resignificar las palabras del pueblo. La filosofía debe evitar a toda costa los neologismos y guiones encadenatorios (ejemplo: “pre-proto-post-neo-fascismo”).
3. Si estos son inevitables, debe aclarar su significado cada vez que los emplea, evitando recurrir a otros nuevos.
Con todo, mientras la parca síntesis del español chileno prosiga en su creciente paralenguaje de monosílabos telepáticos (ejemplo: variantes del “chu…”), es muy difícil que nuestro vocabulario calce con un léxico filosófico, incluso uno idiosincrásico.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
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