Incertidumbre regional

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Trabajadores en uno de los bofedales de la Región de Tarapacá.


En la última década, ha existido en nuestro país una sentida demanda por mayor descentralización. Tal como ha registrado la Encuesta Bicentenario UC-Adimark, casi el 70% de la población se pronuncia por la elección directa de las autoridades regionales y que tengan independencia para administrar sus recursos. Los chilenos ambicionan una mayor capacidad de resolución de sus problemas en el territorio.

Después de una larga, zigzagueante y forzada tramitación, el anterior gobierno logró en febrero promulgar dos leyes que permitirán la elección directa de los gobernadores regionales (2020) y el traspaso de competencias a las regiones. Se logró el objetivo, pero a costa de un escenario muy incierto en términos de atribuciones y financiamiento.

Algunos actores políticos estimaron que la forma de avanzar en descentralización era arriesgándose a la elección directa de gobernadores regionales y, desde ahí, construir el detalle de la institucionalidad faltante. Es una apuesta atrevida, pues se puede caer fácilmente en populismos y caudillismos. Un precepto fundamental en procesos de descentralización es que el ciudadano sepa quién se hace responsable de cada cosa, aspecto que no está para nada claro en esta institucionalidad.

Por otra parte, el actual gobierno debe, en un plazo de dos años, dictar nueve reglamentos que operacionalicen los contenidos de las leyes y su forma de implementación. Es un tiempo breve para una complejidad considerable.

Son tres los ámbitos de preocupación. Primero, es importante evitar futuros traslapes de funciones y conflictos entre el gobierno central y los gobiernos regionales. Se requiere un criterio claro para definir qué tarea específica se traspasa a estos, cuáles son las responsabilidades que asumen y cómo se pueden estimar los recursos que deberán traspasarse para la ejecución de esta nueva función. Por ejemplo, si se establece un nuevo servicio de pesca regional, es fundamental que pueda cumplir con su función y no se duplique con las de Sernapesca en la región.

En segundo lugar, se debe asegurar la coherencia de políticas entre los niveles nacional y regional, es decir, que no haya contradicciones entre estas. En los ámbitos de ordenamiento territorial, actividades productivas y desarrollo social hay múltiples espacios en los que no hay políticas definidas o no están sancionadas formalmente. Por lo tanto, o se dictan rápidamente o existirán permanentes desconexiones entre los niveles de gobierno.

El tercer aspecto crítico es el presupuestario, pues las leyes no innovan respecto de las fuentes de recursos que se transfieren a las regiones, que responden fundamentalmente a fondos de inversión y operación básica del gobierno regional. Tampoco especifica cómo se enterarán los recursos de las competencias traspasadas al presupuesto regional y el nivel de conocimiento que tendrá el gobernador regional respecto a la ejecución de programas nacionales en su región. ¿Cuánto demorará un gobernador regional, elegido con dos o tres veces la cantidad de votos que un senador, en llegar a golpear las puertas del Ministerio de Hacienda?

En suma, las leyes de fortalecimiento de la regionalización pueden ser una buena oportunidad para avanzar en la anhelada descentralización que el país reclama, pero hay un gran desafío de asegurarse que haya claridad en las responsabilidades públicas que asumirá cada nivel de gobierno. No hay espacio para nuevos transantiagos.

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