Inexplicable letargo en modernizaciones judiciales

Para el país supone altos costos la dilatación de reformas indispensables, como un nuevo sistema notarial, modernizar la ley antiterrorista o contar con un Código Penal acorde a los tiempos.



A estas alturas resulta pertinente interrogarse por qué se detuvo el espíritu modernizador que distinguió a nuestro país en la última década del siglo pasado y primera del presente. Como quiera que sea, gobiernos y sus respectivas oposiciones perdieron el sentido de urgencia y de alguna manera dejaron de entender que modernizar el Estado no es solo una cuestión orgánica; es, en definitiva, hacer la vida más llevadera a los gobernados, a los mandantes. Para los fines de corroborar la detención reclamada, basta dar una mirada a lo ocurrido en cuestiones relativas al servicio de justicia y normas de derecho procesal o sustantivo.

Por estos días se ha conocido la desazón manifestada por el ministro de Justicia, quien con razón pide explicaciones al Senado por la injustificada demora en la discusión de un proyecto de ley que moderniza el vetusto régimen notarial. El proyecto posee media sanción y se encuentra estancado en la Comisión de Constitución del Senado hace más de un año. Las innumerables urgencias -cada vez más desoídas en el hecho- que el Ejecutivo le ha asignado han caído en el vacío. En la Cámara de Diputadas y Diputados su tramitación no fue sencilla; entre el primer proyecto y el despacho pasó al menos una larga década. Si hay críticas al proyecto lo pertinente es abordarlas en el debate legislativo; el no hacerlo y postergarlo sin fecha alimenta las suspicacias de que hay sectores que se resisten a la modernización y les satisface la actual situación.

En materia de códigos siguen empantanados los esfuerzos por dotar al país de un nuevo Código Procesal Civil y uno Penal. En relación con el primero, hace casi una década fue aprobado por la Cámara Baja, pero desde entonces no ha tenido movimiento alguno. Lo cierto es que la ciudadanía sigue sujeta a un procedimiento lento -también costoso-, que no ofrece salidas alternativas, y que en definitiva hace la vida mucho más difícil a quienes deben recurrir a la justicia civil. En lo que refiere al nuevo Código Penal, que reemplace al actual, que data del siglo antepasado, la situación es más dramática, pues ninguno de los últimos tres gobiernos ha dejado de anunciar su decisión de enviar uno a trámite legislativo; todos han convocado a comisiones de indudable buen nivel para redactar un anteproyecto, pero lo cierto es que se sigue bregando con el de siempre, llenándolo de parches, a veces provenientes de un populismo penal peligroso, otras veces de estudios serios, pero en uno u otro caso eludiendo la tarea indispensable de tener una ley penal codificada propia del tiempo que vivimos.

Otro tanto ha ocurrido con la ley que tipifica y sanciona las conductas terroristas, con un nulo avance en la última década, como si en la actualidad el fenómeno delictual no estuviese presente, tal como ha quedado demostrado en La Araucanía. Se continúa con una ley de casi 40 años dictada en circunstancias políticas y sociales absolutamente distintas, con problemas de legitimidad que en los hechos complican su invocación y aplicación. No se sabe de una democracia moderna que no posea un instrumento legal para perseguir el terrorismo.

Es probable que ninguna de estas modernizaciones, impostergables, se concreten en lo que le resta al actual gobierno y a esta legislatura. Sería deseable entonces que quienes quieren disputar el mandato popular asuman compromisos sobre estas reformas.

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