La falacia de los opuestos en la construcción democrática

Partidarios de Joe BIden y de Donald Trump se enfrentan en las afueras del centro electoral de Phoenix, Arizona. AFP


La elección presidencial de Estados Unidos ha dejado a la vista -como planteaba Moisés Naim- un país “desgarrado por la polarización”, donde las definiciones políticas están ancladas, mayoritariamente, a la negación de un tercero (“yo en contra de”) y no a la convicción de los ciudadanos. ¿Qué consecuencias tiene este fenómeno? La deslegitimación del adversario, la imposibilidad de diálogo y la inexistencia de consensos. Hasta aquí, nada novedoso. Por eso propongo profundizar dos elementos mencionados por Naim que permitirán abordar la propuesta desde una perspectiva diversa.

1.- El rol de la antipolítica: resulta un lugar común hablar del desprestigio de la política y del perjuicio que “los políticos” y su actuar producen en ella. La reacción de los ciudadanos es buscar salidas en otros derroteros. Sin embargo, el rol de la política es central para el buen desarrollo de la sociedad y, en definitiva, para alcanzar el bien común.

Dado lo anterior, borrarla del mapa resulta imposible. La misma intención de evitarla termina produciendo movimientos también políticos, generados precisamente por quienes habían descubierto en la negación del quehacer político una alternativa de cambio. La adaptación al golpe muchas veces no es virtuosa y por el contrario, termina dando lugar a soluciones rápidas y efectistas alejadas de los abordajes de largo plazo.

2.- Identidad ciudadana: uno de los grandes cambios de la modernidad es el reemplazo del destino por la búsqueda del proyecto personal y la construcción de la identidad. Dicho en clave literaria: Odiseo sigue su destino; el doctor Frankenstein deja la vida por un sueño.

El problema surge cuando esa construcción o esta natural búsqueda de identidad se producen esencialmente por oposición a otro. Pues ese enfático NO propio del opositor contumaz, puede llevar precisamente a la repetición de aquello que se busca evitar (y esto vale tanto para la vida personal como social). Es lo que se llamaríamos una victoria pírrica… logro oponerme, pero al hacerlo me daño a mi mismo o daño a la sociedad que busco salvar.

Así las cosas, no hay que perder de vista el hecho de que enarbolando la bandera de la tolerancia podemos terminar convertidos en los más obtusos intolerantes; y llevando por delante el respeto a la libertad, convertirnos en seres profundamente antilibertarios. La consigna no es garantía éxito, por muy bien trabajada que esté.

En momentos álgidos y de crisis, más bien conviene recordar la virtud que late en la capacidad de integrar y de resolver en conjunto, en vez de descartar de plano personas, trayectorias e ideas. A nivel personal y social, las retroexcavadoras, los comienzos de cero y todo aquello que busca construir sobre la base de una oposición absoluta, olvidan la relevancia de la historia y la importancia que ella tiene en la búsqueda del proyecto individual o social. Se trata de una lógica (o ilógica) donde con facilidad se termina gritando que no queremos que nos impongan una visión de la sociedad, al tiempo que luchamos por imponer la nuestra.

Nadie, o casi nadie, está tan equivocado o tan en otra vereda como para ser descartado en un 100%. Solo puede percibirse al otro de esa manera cuando hay un absoluto desconocimiento del contrario o cuando el juicio de quien niega tiene una cuota extremadamente grande de irracionalidad o emocionalidad.

Ambas, estaremos de acuerdo, no contribuyen a la búsqueda de del bien común o a la construcción de sociedades o democracias sólidas y no polarizadas.

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