
Migraciones: un acuerdo milagroso

Ahora que una parte del llamado “progresismo” se ha vuelto tan patriótica que busca por todos los caminos evitar que los inmigrantes voten en las próximas elecciones; ahora que el ministro Elizalde encabeza un galope jingoísta para cautelar que la jefatura del Estado sea elegida por “los chilenos”; ahora que prolifera un nacionalismo de ocasión que, de haber prevalecido en el siglo XIX, tendría a Chile sin Código Civil y hasta sin Quinta Normal, puede ser oportuno recordar que el problema migratorio sigue siendo una de las prioridades ciudadanas, a veces entreverada con la delincuencia, a veces con el mercado laboral.
Esta semana comenzó a ser distribuido entre las candidaturas presidenciales un documento titulado “Política migratoria para el Chile que viene”, con 36 propuestas para hacer frente al problema en el corto y largo plazo. La gracia singular es que fue elaborado por diez centros de estudios –el Centro de Estudios del Desarrollo, el Centro de Estudios Públicos, el Centro de Políticas Migratorias, el Centro Democracia y Comunidad, Espacio Público, Horizonte Ciudadano, Idea País, Instituto Igualdad, Libertad y Desarrollo y Rumbo Colectivo–, desde la derecha hasta la izquierda (salvo el PC, para variar), algo único en el último decenio. Un raro testimonio de que aún hay gente que puede conversar.
El documento clasifica sus propuestas en cinco ámbitos (institucionalidad, seguridad y fronteras, migración regular, integración e impulso al desarrollo) que lo cubren casi todo. En un sexto, el de la regularización de los migrantes que hoy están en situación irregular, no se alcanzó acuerdo. Y quedaron ausentes otros dos campos: el de ciudadanía y el de refugio o asilo.
La premisa –que es también el consenso básico– es que Chile necesita que la migración sea regular y que los que llegan sigan procesos de integración si es que su proyecto es permanecer en el país. Es una necesidad de cierta urgencia: después de que unas 180 mil personas se empadronaron en el proceso promovido por el gobierno en 2023, se estima que otras 300 mil siguen en situación irregular, de las cuales 200 mil ingresaron por pasos irregulares.
De acuerdo con el censo, el total de extranjeros residentes en Chile es de 1,6 millones (un millón de ellos en Santiago), lo que equivale al 8,8% de la población, exactamente el doble de lo que se alcanzó a comienzos del siglo XX cuando concluyó la política de promoción de inmigrantes europeos para poblar el sur del país. En ese entonces se dispusieron tierras, subsidios y ciudadanía para quienes quisieran radicarse en Chile, y hubo activos “agentes de colonos” para encontrar familias disponibles en Alemania, Italia y Francia. Ahora es al revés: una proporción de los chilenos cree que hay que impedir la llegada de más migrantes y, en otra proporción, que hay que echar a muchos de los que llegaron.
A lo largo del siglo XX no hubo necesidad de ajustar las instituciones, porque simplemente no existió presión migratoria. La situación se vino a desbordar a partir del 2018, después de las elecciones donde Nicolás Maduro se proclamó ganador para un segundo período y sus partidarios coparon todos los órganos de poder de Venezuela. Fue el momento en el que se perdió la esperanza: miles de familias decidieron que en su país ya no tenían futuro. Un gran parecido con la segunda ola del exilio chileno, a comienzos de los 80, después del plebiscito constitucional de Pinochet y su proclamación como presidente por los siguientes ocho años, que luego se combinó con una profunda crisis económica.
La masiva ola venezolana identificó muy rápidamente los puntos débiles de la frontera, como gran parte del límite con Bolivia, para entrar de manera irregular. La nueva ley de Migraciones y Extranjería, promulgada en 2021, creó dos instituciones nuevas: el Servicio Nacional de Migraciones, y la Política Nacional de Migración y Extranjería, pero su funcionamiento ha sido más que deficiente: el SNM ha tenido problemas hasta con sus plataformas de información y la PNME carece todavía de indicadores claros para orientar y evaluar su acción. Es otro caso en que el Estado crea organismos para los cuales no tiene ni recursos ni competencias.
El documento de los centros de estudios asume que no es posible fijar un número ni un porcentaje óptimo de inmigrantes, pero que sí se puede identificar segmentos prioritarios, como los que corresponden a esfuerzos de reunificación familiar y los que podrían significar mano de obra en sectores donde hoy es escasa: el agro, el comercio, la salud, el transporte.
Las oficinas de empleo de los municipios y la Bolsa Nacional de Empleo deberían ayudar en esto, dice el documento, momento en que se descubre que ni siquiera están integrados digitalmente. Por supuesto, también es preciso que estos organismos se puedan apoyar en la revalidación de títulos y la certificación de competencias para estudios cursados en el exterior, lo que tampoco ocurre porque no parece preocuparle a los funcionarios. También suena absurda, en estas condiciones, la política de limitación del número de trabajadores extranjeros por empresa, otra intromisión indebida e inútil del Estado en las entidades privadas.
El documento urge a desarrollar iniciativas de integración en todos los niveles. Ya se han presentado problemas de conflicto cultural en escuelas básicas y no es exótico presumir que solo pueden aumentar si no hay una acción orientada desde las autoridades. También propone diversos pasos y categorías para ir aumentando el grado de inserción institucional de los migrantes.
El trabajo de los centros de estudio se cuida de no ser demasiado restrictivo ni demasiado permisivo –lo que probablemente es parte de la amplitud del consenso que consiguieron–, pero deja la expulsión de migrantes como una medida extrema, que solo cabe cuando se trata de la negativa a regularizarse o el ingreso ilegal reiterado. Un migrante expulsado con razones espurias es alguien que probablemente procurará reingresar. Pero tal vez ni siquiera es necesario: Chile ha creado una red tan densa de indolencia e ineficacia, que se ha convertido en un estado semihostil aun antes de tomar cualquier iniciativa.
Y a eso se agregan las condiciones de ciudadanía. El oficialismo contribuyó a generar algunas de las reglas más acogedoras del planeta hace apenas siete años. Pero ahora se arrepintió y ya no quiere tanta igualdad, especialmente para los venezolanos. Las razones son, como todas las que circulan en estos días, de un solo tipo: electorales.
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