Por Lucas PalaciosMovilidad social: ¿solo cuestión de mérito?

Durante décadas hemos repetido una promesa que se presenta como incuestionable: el esfuerzo personal y la educación son el camino seguro hacia la movilidad social. En ese andar, el mérito aparece como una virtud individual, casi heroica, capaz de torcer cualquier destino. Sin embargo, basta mirar con atención las trayectorias reales de las personas para advertir que la historia es bastante más compleja.
Hace algunas semanas participé en el lanzamiento del libro Mérito, Origen o Suerte, escrito por investigadores del Centro de Estudios para el Conflicto y la Cohesión Social (COES). La obra recoge historias de personas que lograron construir trayectorias ascendentes desde espacios precarizados. Y aunque la educación emerge como un factor importante, otros dos elementos resultaron decisivos: la familia y la presencia de mentores. Detrás de cada recorrido hubo alguien que sostuvo, acompañó y abrió puertas. Ninguno de los entrevistados alcanzó el éxito solo, y son muy conscientes y agradecidos del apoyo que recibieron. Esa constatación, tan simple como reveladora, tensiona la idea del mérito entendido exclusivamente como una hazaña individual y abre una ventana de esperanza frente a una sociedad cada vez menos comprometida con los demás.
El libro no niega el valor del esfuerzo ni de la educación. Por el contrario, los pone en su justo lugar. El problema aparece cuando el mérito se transforma en un relato omnipresente que borra de un plumazo el origen social, las redes disponibles y el rol del azar. No todos comienzan desde el mismo punto, ni enfrentan los mismos obstáculos, ni cuentan con las mismas oportunidades para equivocarse y volver a intentar. Cuando omitimos esas diferencias, terminamos responsabilizando individualmente a quienes no logran “salir adelante”, como si el fracaso fuera solo una cuestión de voluntad.
La educación es una de las principales herramientas de movilidad social en Chile, pero su efecto está lejos de ser automático y separable de otros factores. Por mucho que lo apoyemos, corrijamos y mejoremos, el sistema educativo no será capaz de generar igualdad de oportunidades si ofrece trayectorias segmentadas, expectativas diferenciadas y retornos desiguales según el origen de los estudiantes. Un mismo título no vale lo mismo para todos, ni abre las mismas puertas. En ese contexto, exigirle a la educación que compense desigualdades estructurales es, además de injusto, poco realista. Para mejores resultados, la política pública podría ser más integral y la educación más articulada desde la primera infancia.
Adicionalmente, desprenderse de ciertos prejuicios surge como una necesidad en todo país que busca valorar a las personas en su mérito. La inclusión de mujeres en espacios culturalmente masculinizados, superar la discriminación hacia migrantes y pueblos originarios, capacitar e incorporar a los adultos mayores en procesos productivos, apreciar de manera equivalente y simbiótica a técnicos-profesionales y universitarios, entre varios otros, suponen pasos concretos y mínimos para construir una sociedad que entrega esperanza e igualdad de oportunidades a quienes se esfuerzan por superar su condición. Solo desde una valoración justa se puede reconstruir la autoestima de las personas, factor esencial para la percepción de éxito y realización personal.
Reconocer el peso del origen, de las redes y de la suerte no implica renunciar al mérito como pieza clave de la movilidad social, sino liberarlo de una carga que nunca debió asumir en su totalidad. Una sociedad que cree ciegamente en el mérito individual corre el riesgo de volverse indiferente frente a la desigualdad. En cambio, una que entiende que nadie llega solo, que se requiere de colaboración, está en mejores condiciones de diseñar políticas educativas integrales que amplíen las oportunidades.
Tal vez el desafío no sea preguntarnos quién merece llegar más lejos, sino qué estamos dispuestos a hacer para que el punto de partida no determine el destino. La educación seguirá siendo la piedra angular en una sociedad de oportunidades, pero solo si deja de ser una promesa individual y se transforma en un compromiso real.
Por Lucas Palacios Covarrubias, rector de INACAP
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