Opinión

¿Puede una ley mejorar la seguridad? Una exigencia de institucionalidad y responsabilidad

La semana pasada, el Congreso Nacional despachó la ley que regula la seguridad municipal: una normativa largamente esperada para ordenar funciones que, durante décadas, los municipios ejercieron en un limbo jurídico, avanzando desde los viejos “escarabajos rojos” en Las Condes hasta los guardias tácticos en Santiago. La aprobación es relevante, sin duda, pero antes de celebrarla conviene preguntarse si una ley de este tipo puede, efectivamente, contribuir a disminuir la victimización y mejorar la percepción de seguridad en las comunas; qué riesgos implica; y qué tipo de compromiso exige de la sociedad.

El primer punto, a menudo olvidado, es esencial: las policías, los cuerpos a quienes el ordenamiento constitucional otorga la responsabilidad de la seguridad pública interior, son los únicos órganos del Estado con el monopolio legítimo del uso de la fuerza. No es un detalle administrativo, sino la base del orden democrático. Cuando ese monopolio se diluye, lo que emerge no es más seguridad, sino fragmentos de poder y espacios de arbitrariedad. Por eso, la nueva agencia municipal que crea esta ley no es, ni debe ser, una “policía local”. Su ámbito es distinto: prevención, observación, asistencia, coordinación comunitaria y apoyo a la seguridad pública y privada. Si la ciudadanía confunde esas funciones, se erosionan las fronteras del Estado legítimo y la confianza en sus instituciones.

Pero la existencia legal de una institución no garantiza su éxito. Como advirtió Max Weber, la legitimidad formal solo importa si se traduce en una práctica reconocida como válida, profesional y transparente. Y en Chile, donde la corrupción local, el clientelismo y la captura institucional han mostrado su capacidad de corroer estructuras públicas, este desafío se vuelve urgente. De ahí emerge un riesgo evidente: que la nueva agencia municipal sea capturada por intereses delictuales o redes corruptas, especialmente en territorios donde la fiscalización es débil y la proximidad otorga poder discrecional. Sin procesos serios de selección, capacitación, supervisión y rendición de cuentas, una ley bien intencionada puede transformarse en una amenaza nueva, revestida de legitimidad.

Aun así, sería un error no valorar los avances que esta ley posibilita. Bien implementada, con perfiles técnicos exigentes y un reglamento robusto, puede convertirse en un aporte real a la gobernanza local. Los municipios conocen mejor que nadie la degradación de los espacios públicos, las incivilidades cotidianas y las pequeñas violencias que moldean la sensación de inseguridad. Si esta norma ordena lo disperso, profesionaliza lo existente y coordina eficazmente con policías y seguridad privada, estaremos ante un paso relevante hacia un sistema de seguridad más integral.

Ese es el desafío. ¿Queremos solo una ley, o una institucionalidad capaz de convertir la desconfianza en certidumbre y la improvisación en orden? La respuesta dependerá menos del texto jurídico que del compromiso colectivo para hacerlo realidad.

Por Jaime Náquira Riveros, director Depto. Derecho Penal, Facultad de Derecho U. Finis Terrae

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