Por Claudio Pizarro Sin acuerdos no hay amistad cívica

Chile tiene un nuevo Presidente de la República, con un triunfo contundente. Asume en un contexto favorable: inflación bajo el 4% anual, una inversión extranjera superando los US$13 mil millones en 2025 y un precio del cobre sobre los US$5 por libra, un nivel históricamente alto. Son buenas noticias luego de años difíciles marcados por la caída de la actividad por la pandemia, una inflación desbordada —que llegó a triplicar la actual— y dos procesos constitucionales fallidos que instalaron una incertidumbre persistente. Sería un error leer estas cifras con complacencia porque los desafíos estructurales siguen vigentes, siendo cada vez más difícil gobernar.
En lo económico, la prioridad es clara: crecer más, reactivar la inversión, dinamizar el mercado del trabajo y reducir una tasa de desempleo cercano al 9%. A ello se suma una pesada mochila: 15 años de estancamiento de la productividad que nos mantienen atrapados en un crecimiento mediocre, en torno al 2,5%. En un mundo donde la inteligencia artificial redefine los factores productivos, y por lo tanto la competitividad, este rezago ya no es solo económico, es estratégico. Y ocurre, además, en un contexto de pobreza creciente.
Nada de esto será abordable sin acuerdos amplios. El nuevo gobierno no podrá avanzar con leyes y políticas que beneficien efectivamente a la mayoría de la población sin construir consensos, tanto en un Congreso fragmentado como en una sociedad civil golpeada por una profunda crisis de confianza, agudizada por el caso convenios. Sin avances concretos en seguridad para enfrentar el crimen organizado, en vivienda para reducir los campamentos, en educación escolar para revertir la baja comprensión lectora y el déficit en pensamiento lógico, y sin una modernización real del Estado que responda a ciudadanos cada vez más exigentes, el país se expone a tensiones incluso mayores que las vividas desde 2019.
No es casualidad que, desde 1999, todas las elecciones presidenciales se resuelvan en segunda vuelta, ni que desde Bachelet I ningún presidente haya traspasado la banda a alguien de su misma coalición. La fragmentación política está instalada hace tiempo, lo que impide que esté a la altura de los problemas que debe resolver.
En este escenario, la colaboración público-privada no es una consigna, es una necesidad. Los desafíos que enfrenta el país son demasiado complejos para soluciones simples. El Estado no puede resolverlos solo, pero el sector privado —empresas y organizaciones de la sociedad civil— tampoco puede hacerlo por su cuenta. Se requiere más pragmatismo, flexibilidad y disposición al diálogo, y menos ideología, rigidez y tozudez.
Hoy ya no hay espacio para imposiciones unilaterales ni épicas refundacionales. El resultado electoral, presidencial y parlamentario, es una señal inequívoca: el poder ya no se impone, se construye. Y se construye con acuerdos. Aquí cobra sentido la idea de amistad cívica: no como ausencia de conflicto ni consenso total, sino como la disposición a cooperar con quien piensa distinto cuando el interés del país está en juego. Aristóteles lo advirtió hace siglos: sin amistad no hay comunidad que perdure, no hay felicidad.
En este esfuerzo, las empresas no son espectadoras. Son actores clave. Espacios donde aún es posible dialogar, cooperar y compartir reglas. Pueden ser parte de la solución —o parte del problema—. En tiempos de desconfianza y polarización, ayudar a reconstruir acuerdos y amistad cívica no es solo una responsabilidad ética: es también una condición para crear valor y sostener el desarrollo del país.
*El autor de la columna es profesor adjunto de Ingeniería Industrial en la Universidad de Chile y managing partner en CIS Consultores
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