
Sobre la democracia (y Camila Vallejo de la mano con Fidel)

La democracia nació llena de problemas. Uno clave, entre ellos, son sus resultados inconsistentes. Polibio lo resume, hablando sobre Atenas, de la siguiente forma: “Feliz de tiempo en tiempo, pero en el colmo de su elevación, en un instante decayó de aquel grado de poder por la inconstancia de sus costumbres… El pueblo de Atenas ha sido siempre como una nave sin piloto… Puesta a salvo tal vez de los mayores y más terribles vaivenes por el valor del pueblo y de los que la gobernaban, la hemos visto otras veces estrellarse en su mayor bonanza, y cuando no existe peligro, por inexplicable temeridad e imprudencia”.
Esta inconsistencia puede ser corregida, pero nunca sanada. La receta de los antiguos fue la del régimen de gobierno mixto, que creyeron ver en Esparta, y que hasta el día de hoy sigue siendo lo mejor que hemos descubierto. Sobre la mixtura correcta, y no sobre otra cosa, se trata El Federalista, de Hamilton, Madison y Jay.
Nunca les crea, entonces, estimado lector, a los que digan que la democracia pura es la mejor forma de gobierno. O que los problemas de la democracia sólo se solucionan con más democracia. O que hay que defender la democracia sin apellidos. O que la democracia es su religión. Especialmente no les crea a los que digan “democracia sólo hubo en Atenas”, como si aclararan algo, pues todos los defensores del gobierno popular llevan más de dos milenios intentando corregir el sueño de Atenas para hacerlo medianamente viable.
La democracia en que los modernos vivimos y en la cual creemos no es pura, está llena de apellidos, tiene injertos aristocráticos y monárquicos, es demasiado irónica y poco dogmática para ser una religión y le tiene terror a su madre, Atenas. Esa es la verdad contra la que toda beatería democrática choca. Nuestra república es un modesto aparato hecho con remedos y repuestos atados con alambritos, que por eso funciona mejor que cualquier otro sistema.
Por supuesto, tal como la democracia griega, la nuestra sigue siendo desesperante. Más todavía, ya que no hay discurso de Pericles que la vista de seda. El filósofo aristotélico Alasdair MacIntyre resumió este sentimiento afirmando que morir por el Estado-Nación moderno era como morir por la compañía de teléfonos.
Así, cuando todo va mal, e incluso cuando no, es normal que muchos se entreguen al ensueño de dictaduras o tiranías benevolentes. Fue, sin ir más lejos, lo que hicieron casi todos los grandes filósofos griegos. Nunca ha quedado claro el vínculo de Sócrates con los 30 tiranos atenienses impuestos por Esparta, pero fue maestro del más sanguinario de ellos, Critias. Y no existe claridad, porque el principal testimonio sobre Sócrates viene de otro discípulo suyo, sobrino de Critias, llamado Platón, que tampoco era un demócrata. Y ni hablar de Jenofonte, general ecuestre admirador de Esparta que dedica un diálogo entero (el Hierón) a delinear cómo sería un buen tirano.
El mismo Vargas Llosa, campeón de la democracia liberal que en Chile declaró que no existían dictaduras buenas, sólo tenía palabras de elogio para Lee Kuan Yew, el líder autoritario que transformó Singapur. ¿No es obvio que muchos chilenos, enfrentados al crimen rampante y el espectáculo político decadente, miren hacia Augusto Pinochet? ¿No corrió como colegiala enamorada Michelle Bachelet hacia Fidel Castro en su momento? ¿No tomó Camila Vallejo la senil mano del mismo dictador con la ternura y convicción con que un sacerdote toma el grial? ¿No viajó Boric 13 mil kilómetros para tomar tecito con el asesino prófugo de un senador? ¿No estaba buena parte de la izquierda hoy gobernante demandando que a Piñera lo botara la calle hace seis años?
La democracia chilena no se salvará con discursillos hipócritas en la ONU. Necesitamos héroes de la compañía de teléfonos, como Dorothy Pérez. Necesitaremos injertos institucionales pragmáticos. Y, sobre todo, necesitaremos mucha modestia y paciencia. No políticos sobatiranos que nos sermoneen por extrañar, en abstracto, a Pinochet, sino líderes que nos convenzan de que reunidos por un propósito decente, a pesar de nuestros defectos, podemos ser incluso más fuertes que un régimen militar.
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