Opinión

Una fábrica de santos

Una fábrica de santos Foto Juan Farias / Diario La Tercera

Esta semana un tribunal dio por acreditada una denuncia de abuso sexual en contra del sacerdote Felipe Berríos. Por el tiempo transcurrido desde los hechos, más de 20 años, el caso fue cerrado por prescripción. Berríos acumula, además, otras siete denuncias presentadas ante tribunales eclesiásticos que, una vez analizadas, significaron su expulsión de la Compañía de Jesús, la congregación a la que pertenecían él y Renato Poblete, quien, según el mismo Berríos, fue su mentor.

Aunque Berríos había informado antes de su “renuncia” a la Compañía de Jesús, y los medios informaron esa declaración como un hecho, él y cualquier persona con algún conocimiento sobre cómo funciona la burocracia canónica sabe perfectamente que no se renuncia al sacerdocio como a un empleo cualquiera, por más que se ventile de ese modo por la prensa. Aquel fue un gesto comunicacional, tal como lo fue la primera autodenuncia en Fiscalía presentada después de conocer la acusación presentada a las instituciones eclesiásticas: lo más probable sería que la denunciante no acudiera al Ministerio Público, de antemano sabría que el caso sería cerrado por prescripción.

Si acudía a la Fiscalía arriesgaba el acoso que la llevaría a ella a ser blanco de la espesa red de relaciones de poder que el sacerdote mantiene. Finalmente, ese primer caso apareció como sobreseído frente a la opinión pública, lo que fue interpretado por el círculo de amistades de Berríos como que el acusado era inocente.

Es comprensible que las muchas amistades del señor Berríos -del mundo empresarial, político y periodístico- crean en su palabra, lo que no es comprensible es que estas personas cercanas presenten públicamente versiones sesgadas de los procesos que ha enfrentado el señor Berríos, sin dar el marco completo y, peor aún, ataquen y desprestigien a quienes hemos hecho el ingrato trabajo de reconstruir el entramado de delitos, encubrimiento y silenciamiento en torno al abuso eclesiástico.

Paradójicamente, la misma institución que mantuvo en secreto durante años casos gravísimos de abusos cometidos por sus sacerdotes, entrega a través de su universidad un premio de periodismo anual, galardón actualmente en entredicho por otra denuncia, esta vez en contra del académico a cargo de organizarlo. Nunca ha habido un debate abierto sobre lo contradictorio que resulta que una institución que mantuvo en secreto varias denuncias canónicas en contra de sus propios sacerdotes y religiosos, las que solo admitió cuando las víctimas acudieron a los medios, entregue un premio de periodismo.

En 2019, cuando quise plantearle el punto al provincial de la Compañía de Jesús, actual rector de la universidad, se me prohibió la entrada a la conferencia de prensa por razones espurias.

No se puede estar en contra de los abusos sólo cuando los comete una figura que nos resulta políticamente antipática, como Fernando Karadima o John Reilly, tampoco se puede mantener un discurso feminista sólo respecto de ciertos casos y no de otros, porque involucran amistades cercanas. No se puede defender un Estado separado de cualquier religión sólo cuando se trata de curas hostiles a ciertas políticas, y olvidarse de esa separación cuando adhieren a una manera de pensar.

Cuando en 2022 me opuse públicamente al nombramiento de Felipe Berríos en un cargo de gobierno, fui insultado durante semanas por centenares de personas biempensantes que me hostigaron con dedicación. Nunca recibí un llamado de solidaridad, tampoco de disculpas. El periodismo no es un club, o al menos no debería serlo, tampoco una fábrica de santos.

Hoy ya nadie recuerda a Renato Poblete en los medios. Hace 30 años era una figura ineludible. Desde su cargo en el Hogar de Cristo construyó una imagen pública vinculada a la beneficencia con exposición mediática intensa. Poblete era regularmente entrevistado en diarios, en revistas y noticieros, esculpiendo una imagen que lo asociaba al trabajo con los marginados. Solo 10 años después de su muerte, y luego de que se hicieran públicas las graves acusaciones en su contra, sus cercanos admitieron que en realidad no tenía mucho trato con personas pobres, que más bien le interesaba rodearse de personas poderosas -desde editores de medios a políticos millonarios- y convocar a comidas de beneficencia a celebridades con la excusa de la caridad.

Es cierto que cumplía el objetivo de hacer caridad con eficacia, pero el costo no podía ser la impunidad sobre los delitos que cometió con tanto desparpajo. Ni la vida ni la fe de las personas puede ser una moneda de cambio. Sólo una década después de su muerte, y por las denuncias de 22 mujeres, la opinión pública conoció parte de una realidad de la que se dejaría de hablar rápidamente. Un tupido velo fue descorrido sobre una historia con demasiadas preguntas sin responder. Desde los 90 el periodismo había colaborado con persistencia en la construcción de la imagen pública de Poblete hasta el punto de lograr que fuera considerado un santo por amplios sectores, sin embargo, cuando supimos la verdad, ese mismo periodismo guardó silencio.

Poblete acumuló un poder enorme, tan grande, que hubiera sido imposible para cualquiera de las mujeres a las que dañó señalarlo en vida como lo que realmente era, no tanto por la respuesta que habría dado él, sino por lo que la red de amistades y vínculos sociales, institucionales y políticos que lo sostenían hubiera hecho contra quien hablara primero. No tengo duda de que esos hombres y mujeres bienintencionados y cristianos hubieran destrozado en la plaza pública a cualquiera que se hubiera atrevido a denunciarlo en vida.

El periodismo no puede servir para construir ídolos ni fabricar santos, sin embargo, eso ha ocurrido, no solo con Poblete, también con Berríos. Aquí hay muchas preguntas que nadie quiere responder y muchas responsabilidades pendientes que, estoy seguro, nadie asumirá.

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