Ensamblar y sanar

Este invierno tiene un sabor distinto. Aún no termina agosto y los ciruelos y magnolios ya lucen sus espléndidos tintes en las calles, recortados sobre el blanco de la cordillera y el gris que tiñe todo lo otro que hay en Santiago. Hace semanas que despierto con el estribillo de Paramar, de Los Prisioneros, en la cabeza. Recuerdo cuando dije que este invierno/ sería el más frío que he visto pasar/ y aquí estoy/ congelándome.
Quizás porque mis defensas están más bajas que nunca. La influenza nos secuestró del mundo exterior y nos tuvo a mi hija, a mi pareja y a mí hechos un ovillo por 8 o 9 días, intentando descansar sobre la cama cuando hasta la suavidad de las sábanas resultaba punzante. Qué virus de mierda ese, pone a prueba tu resistencia al dolor, pero en nuestro caso también la tolerancia a las miserias del otro, porque la influenza llega con una lista infinita de síntomas posibles, que van desde un agotamiento físico inusual hasta fiebres altísimas con dolor de todo, algo que no se puede describir de otra forma, pasando por varios tipos de malestares estomacales, flemas e inapetencias.
Tuvimos suerte porque sorteamos el bache con una dignidad sorprendente. Nosotros, que nos jactamos de prescindir de la televisión y su toxicidad, engullimos durante esos días películas y reality shows como si no hubiese nada más que hacer en el mundo. Pero lo que realmente nos atrapó fue una serie de Netflix llamada Bonusfamiljen.
Es la historia de una familia sueca ensamblada o reconstituida o lo que es lo mismo: una pareja que se une pero cuyos miembros vienen con sorpresa; con hijos, con exes que no dejan de figurar a pesar del divorcio y con todas sus complejidades apareadas, que no son pocas. Al terminar las dos temporadas la recomendé con fascinación a un grupo de amigos, quienes al cabo de unos días solo pudieron comentar que después de cada capítulo quedaban estresados. Pero nosotros la amamos.
Tragicómica y brutalmente realista, nos resultó tan útil como la terapia de pareja a la que asisten los protagonistas. A veces pasa; una película te ilumina al punto de gatillar decisiones o miradas o preguntas que antes yacían en la zona oscura de tu conciencia. Y así fue como mi familia ensamblada y yo llegamos a la consulta de un especialista, haciéndonos conscientes de un estrés de base que ya llevaba demasiado tiempo siendo ignorado.
Lo que nos diferencia, a los ensamblados, de las demás familias, probablemente tenga que ver con la pérdida. Todos venimos de un duelo, todos perdimos algo vital, y eso no puede ser sencillo. Es curioso, llevo un buen tiempo en contacto con esa palabra, ensamblaje. No solo desde la perspectiva metafórica, como en el caso de la familia, sino también porque estoy explorando el ensamblaje artístico, que consiste en unir objetos para crear uno nuevo, como un collage tridimensional.
El ejercicio me tiene exactamente obsesionada. Ya veo por qué. Y empiezo a entender ciertas reacciones muy personales: una vez, hace poco, alguien me preguntó si esto de buscar piezas sueltas para luego unirlas era un ensayo para más tarde lanzarme a hacer mis propias piezas, mi propio arte. Recuerdo que la pregunta me ofendió. Como si insinuara que los objetos -y sujetos- que tuvieron una vida previa pero que se unieron en una nueva perteneciesen a una categoría inferior.
El padre del ensamblaje artístico, el alemán Joseph Beuys, estaba convencido del efecto terapéutico individual y social del arte. Para él, célebre en los años 60, unir distintos objetos de desecho que se relacionaran con la propia historia y crear algo único con ellos era un remedio infalible para sanar las heridas. Con ello proponía dos ideas revolucionarias: 1) Todos somos artistas. 2) Todos somos médicos.
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