Esa delicia llamada vacacionar

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Douglas Coupland, el escritor canadiense, contó en una entrevista que él no toma vacaciones. "Porque eso implica que mi vida es algo de lo cual necesito escapar", dijo, y luego agregó que la vida es muy corta y que hay muchas ideas que demandan ser exploradas. Qué excéntrico punto de vista, eso de ver las vacaciones como una pérdida de tiempo. A mí me encantaría tener tantas ideas geniales rondando como para creer que no me alcanzan los días para descansar, apagar el computador, tirar el lápiz sobre el escritorio y prepararme para hacer nada. Pero aun así, aunque mi cabeza fuera un espacio lleno de ampolletas encendidas y mi cuerpo una máquina incansable, soy ante todo una entusiasta del viaje y una convencida de que el descanso y el ocio son fundamentales para ser una persona feliz. Si eres como la mayoría -que se toma un par de semanas de vacaciones en febrero- es probable que a estas alturas estés funcionando con la reserva de combustible y arrastres el cansancio como uno de esos bolsos gigantes que por alguna razón no tienen rueditas y que les encantan a los hombres. Es cansancio físico, pero también es un tipo de agotamiento intelectual, como si uno se fuera poniendo más y más lento a medida que avanza el año. Estoy segura de que esta columna sería muchísimo más entretenida y ágil si la estuviera escribiendo en abril. Creo que debo decir lo que siento.

Siempre me gusta citar un estudio de un profesor de la universidad de París. Él investigó los efectos de las vacaciones en la salud de las personas y llegó a la conclusión de que nuestra biología nos pide a gritos que tomemos dos o tres períodos de vacaciones al año, de 8 o 10 días cada uno. Al parecer, dejar pasar 12 meses antes de la siguiente pausa en la rutina de trabajo es un verdadero despropósito, ya que el cuerpo comienza a perder la capacidad para combatir el estrés. Tal vez por eso somos un pueblo tan lleno de enfermedades y rabias y depresión y ansiedad. Lo digo por la cantidad de remedios que consumimos. Qué locura. De pronto recordé una búsqueda frenética que protagonicé hace algunas semanas: necesitaba urgente una librería para comprar cartón forrado, pero en las esquinas solo había farmacias.

Sería lindo tener vacaciones de invierno y de Fiestas Patrias como cuando éramos chicos. Y tres meses de vacaciones. Qué nostalgia. Se me aparecen imágenes salpicadas de esos veranos infantiles interminables. Las campanitas del heladero. La piscina inflable. El mar y sus olas y yo creyéndome inmortal. Onces-comida con huevo y tomate después de la playa. Ojos rojos de tanta sal. Pies descalzos. Pelo húmedo y enmarañado. Arena por todos lados. Flippers. Noches en vela jugando cartas o viendo el festival de Viña. Papas fritas de cucurucho. Condorito. Padres alegres y relajados. Paseos al atardecer. Peleas por subir a los hombros de papá. Olor a sandía.

Douglas Coupland está equivocado, igual que varias personas que conozco que sencillamente no toman vacaciones. Estoy segura de que sus novelas son muy buenas, pero creo que no sabe vivir; de lo contrario sabría que las vacaciones son el momento más propicio para ver a tu gente feliz, algo que por supuesto no tiene precio, y para hacer cosas impensadas, geniales, estrafalarias. También es un tiempo de revisión. Alejarse de la rutina ayuda a mirar la cruda realidad con franqueza. Poner pausa y observar. Respirar hondo. Relajarse. No hacer nada.

Dice Douglas Coupland que tomar vacaciones es escapar de tu vida. Yo creo que es al contrario: No detener la vorágine que es tu vida por un rato es temer conectarte contigo. Y con los tuyos.

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