Paula

Las campanas doblan por ti: Cómo el Covid-19 nos volvió insensibles ante la muerte

El 21 de marzo del año pasado se confirmó la primera muerte de una persona contagiada con Covid-19 en Chile. Se trataba de una mujer de 82 años de la comuna de Renca, que contaba con distintas patologías de base, incluyendo una enfermedad pulmonar crónica. Este registro fue el que cambió la lógica de muchas personas, que pasaron del “¿qué es lo peor que me puede pasar si me contagio?”, a “quizás esto es más grave de lo que temíamos”. Dentro de ese mes muchos y muchas pasaron de sospechar sobre la gravedad de la pandemia a encerrarse en sus casas por casi un año.

Y las cifras siguieron llegando con cada reporte encabezado por el Ministerio de Salud, y para el 30 de marzo la subsecretaria Paula Daza informaba de 2.449 contagiados a nivel nacional y ocho personas fallecidas. En un solo mes la cifra ascendería a 227. La muerte empezaba a tener cara, nombre y apellido. Las víctimas de la pandemia dejaban familias, amigos, carreras y a muchas personas preguntándose cómo se contagiaron, qué preexistencias tenían, si es que tenían alguna. Cuando los voceros de gobierno decían “lamentamos el fallecimiento de…”, todos y todas lamentábamos con ellos. Hasta que dejamos de hacerlo.

Aunque durante los últimos doce meses han muerto a causa del Covid-19 niños y adultos jóvenes, para muchos sigue siendo una enfermedad grave pero no mortal, a no ser que seas parte de un grupo de riesgo, específicamente de la tercera edad. Y eso lo haría menos grave, incluso cuando según cifras del INE (2019) por cada 100 menores de 15 años hay 73 adultos mayores. “¿Por qué no nos importa que muera gente vieja?”, se preguntaba la profesora de Medicina de la Universidad de California, Louise Aronson, en una columna publicada en The New York Times. Y se responde que es porque asumimos que si todos vamos a morir, los viejos se van a morir antes y eso es perfectamente normal. “Pero la mayoría de los viejos no se están muriendo. No solo los viejos se están haciendo más viejos, sino que además el riesgo de morir en el próximo año para un hombre de 70 es solo de 2%, y para una mujer de 80 años es solo el 4%”, argumenta.

La actriz Vanessa Hudgens, conocida por participar en las películas de Disney, High School Musical, tuvo que salir a pedir disculpas por los comentarios que hizo en marzo del año pasado, cuando aseguró a sus millones de seguidores en Instagram que el Covid-19 “es un virus, lo respeto, pero aunque le de a todo el mundo, todos vamos a morir. Es inevitable”. Sí, todos vamos a morir. Sí, es inevitable. Pero ¿cuándo nos dejó de importar que alguien se esté muriendo? Lo que pasa es que nos importa cuando una persona muere, pero cuando se trata de masas, nos cuesta sensibilizarnos más allá de las cifras que nos entregan.

Por supuesto que sentiríamos una profunda tristeza si viéramos a una persona específica morir durante la Primera Guerra Mundial, pero cuando en el colegio aprendemos que fueron 40 millones las vidas que se perdieron, no nos causa tanto impacto a nivel emocional. Esto se explica bajo un concepto de la psicología llamado adormecimiento psíquico: mientras más mueren, menos nos importa.

“Un elemento definitorio de las catástrofes es la magnitud de sus consecuencias dañinas”, escriben los psiquiatras Paul Slovic (Universidad de Oregon) y Daniel Västfjäll (Universidad de Linköping), y agregan: “Para ayudar a la sociedad a prevenir o mitigar el daño causado por catástrofes, se hace un esfuerzo inmenso y tecnológicamente sofisticado para evaluar y comunicar la magnitud y el alcance potencial o real de las pérdidas. Al realizar estos esfuerzos se asume que las personas pueden entender el resultado numérico y actuar de forma apropiada, pero investigaciones recientes siembran la duda sobre esta lógica. Muchas personas no entienden los números grandes. De hecho, los números grandes carecen de significado y son devaluados en decisiones a no ser que transmitan sentimientos. Como resultado hay una paradoja que los modelos racionales de tomas de decisiones no representan, porque por un lado, respondemos con fuerza y ayudamos a una persona en necesidad. Pero por otro lado, fracasamos a la hora de prevenir tragedias masivas -como genocidios- o al tomar medidas apropiadas para reducir las pérdidas potenciales de desastres naturales”.

Según explican, esto se debería a que las grandes cifras nos adormecen y vuelven insensibles, pues no se puede gatillar una emoción o sentimiento necesario para la acción a través de números. Y por eso, cuando muere mucha gente por algún motivo -como una pandemia- las caras pasan a convertirse en estadísticas.

Han muerto 20.928 personas por Covid-19 en Chile, y 2,57 millones de personas en todo el mundo. Pero desde que empezó el desconfinamiento paulatino, cada vez que el Minsal se apronta a entregar un balance lo único que queremos saber es qué va a pasar con nuestra comuna. ¿Podremos salir el fin de semana? ¿Se aplazará un poco más el toque de queda? Porque pareciera que si no nos afecta a nosotros -jóvenes, sin enfermedades de base- la muerte no es realmente importante.

Pero no podemos olvidar el poema Ningún hombre es una isla, de John Donne. Ni siquiera los que aún estamos sanos. Porque para volver a sentir la muerte de cada enfermo y de cada accidentado, tenemos que recordar que estamos todos inmersos dentro de una misma sociedad, en la que cada uno cumple un rol fundamental: Ningún hombre es una isla entera por si mismo/ Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo/ Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia/ Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

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