Isidora Cuzzi Viza: La madre tejedora que Chile me regaló
De acuerdo al último Censo, un 11,5% de la población en Chile se identifica como perteneciente a un pueblo originario y más de la mitad son mujeres. Esta es parte de una serie de entrevistas que rescatan la voz de mujeres aymara -el pueblo más numeroso después del Mapuche-. Todas ellas son herederas de la tradición textil de Isluga, un poblado ubicado en el altiplano del extremo norte, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, que es considerado la cuna de la textilería aymara.

En Huachacalla, un pueblo ubicado a unos treinta minutos de Colchane, cruzando la frontera con Bolivia, todos los niños soñaban lo mismo: “conocer esa inmensa masa de agua que crecimos viendo en fotos en la escuela”, dice Isidora Cuzzi Viza (56). Su oportunidad llegó con el verano de 1982, cuando su papá trabajaba como obrero construyendo la iglesia de Colchane. “Un día nos contó que al lado de la iglesia el padrecito tenía un hogar donde recibía a puros niños del interior que iban por el fin de semana a conocer el mar”, recuerda Isidora. Se apuntó sin chistar; tenía dieciocho años y lo más lejos que había estado de su casa era cuando acompañaba a su madre en el sembradillo.
“En ese tiempo Hospicio era un peladero, pero cuando tú ibas bajando y adentrándote a la ciudad… ¡wow!”, recuerda con la voz quebrada. “No tengo palabras para describir lo que uno siente cuando ve por primera vez el mar, pero lo que más nostalgia me da de ese día es imaginar qué habría sido de mí si no me hubiese venido siguiendo el mar. Si no la hubiese conocido a ella”, dice Isidora emocionada, como cada vez que habla de su suegra; la artesana María Mamani Salomé (1948–2015); la madre tejedora que Chile le regaló.
Diez solitarios años tuvieron que pasar para que el destino las juntara. “Al principio me las lloré todas. Me sentía como una hormiguita, el mar tan inmenso y yo tan sola”, recuerda al pensar en esos primeros meses trabajando en la cocina del hogar de niños. “Lo que más me costó fue acostumbrarme al ritmo de la ciudad y a la discriminación, porque la gente de allá somos más morenitos”, agrega Isidora.

Del tejido sabía lo básico: “Un par de puntos a palillo, pero nada tradicional. Es que yo crecí en una familia muy pobre, así que no había para telar, ni mucho menos para pensar que uno podía vivir de eso. Por eso apenas pude me empleé como asesora del hogar”, cuenta. Cada peso que ganaba en Iquique, asegura, lo ahorraba: un poquito para ella, todo lo demás para mandarlo a Huachacalla. No había día que no se imaginara volviendo, confidencia, pero cuando por fin regresó, en febrero de 1985, algo en ella había cambiado.
“Cuando salí de Chile pensé que no iba a volver, pero cuando llegué allá me di cuenta que tenía dos corazones. Uno en Bolivia, donde estaba mi mamá y mis hermanos, y otro en Chile, donde estaba mi papá y mi trabajo, y yo siempre me sentí más apegada a mi papá porque siempre quise ser independiente como él. De los cinco hermanos que somos, yo soy la única que salió de Huachacalla”, cuenta orgullosa.
En 1989 nació en Iquique su primera hija, Daniela. Pero no fue hasta 1993, cuando se casó con su actual pareja, cuando sintió que esos dos corazones comenzaban a fundirse. “Ahí yo sentí como que volví a pertenecer a un clan familiar, ya no el de mi mamá sino el de ella, de mi mamá chilena”, dice Isidora y agrega: “Antes de conocerla yo tenía miedo. Como venía con mi hija, uno no espera que la reciban así, a manos abiertas, pero ella nunca me rechazó. Siempre trató a Daniela como su nieta y a mí como su hija mayor. A mí me daba un poco de vergüenza, porque ella sabía de todo y yo no sabía nada”, recuerda.
Así las cosas, dice hoy, su primer mes de casada se instaló en la casa de su suegra en la localidad de Quelga. La primera lección fue aprender a vivir de lo que sembraban: papa, quinoa, habas. La segunda fue aprender a tejer. “Cuando me salió mi casita en Alto Hospicio, ella al tiro me dijo: ‘Ya hija, si usted se va a ir de la ciudad no va a tener pega, así que tiene que aprender a tejer’. En una parcelita que ella tenía en Bajo Soga, bajo la sombra de los árboles nos íbamos a tejer las dos mientras me traspasaba los saberes de la vida”, recuerda Isidora.

La primera pieza que hicieron juntas fue una frazada de colores con salda y linko. “Una figurita de una serpiente en kisa, en degradé, que guardo como una reliquia. En ese entonces yo había aprendido recién a hilar con lana industrial, así que yo solo torcí y luego prácticamente me lo teló todo ella. La salda me costó un mundo, pero cada vez que yo me quería rendir ella me decía: ‘Hija, cómo no va a poder, hay que ganar hija, a la única que no podemos ganarle es a la muerte’. Esa era su metáfora”, asegura Isidora.
Esa paciencia y dedicación que María Mamani, su suegra, tuvo con ella, supo Isidora años después, era una excepción a la regla. “Mis cuñadas me decían: ‘Con nosotras nunca fue así. Si no podíamos hilar bien con la puska, con eso mismo nos pegaba en las manos’”, cuenta Isidora entre risas. “A veces me pregunto por qué fue tan cariñosa conmigo y pienso que fue de las dos, que yo me gané su cariño y que ella se ganó el mío. Cuando yo llegué a su casa ella estaba recién parida de mi cuñado chico y como yo tenía a Daniela, las dos como mamás nos aguachamos. Si nos enfermábamos entre las dos nos cuidábamos. Con ella pasé más tiempo que con mi propia familia, por eso yo me siento más chilena que boliviana”.
Más o menos diez años antes de que su suegra falleciera, dice Isidora, se integró formalmente a la agrupación familiar Wara Wara. “Nunca me olvido cuando mi suegra dijo: ‘Aquí tenemos tejedora, otra más, ahora a trabajar’. Ese día, por primera vez, yo me sentí artesana”, rememora Isidora, sin imaginar que casi dos décadas después sería la ungida para ocupar su lugar como presidenta de la agrupación; además de tejer, Isidora es quien se encarga de tomar los pedidos, mover las piezas para que se vendan y hacer los pagos.
“Cuando miro para atrás y veo hasta dónde he llegado pienso que es como mucho. Pero también creo que me lo he ganado, igual como me gané su cariño. Aunque ella ya no esté, ella está presente y viva entre nosotras cada vez que tejemos, cada vez que repetimos y repetimos hasta lograr esa calidad que ella siempre nos pedía. Hoy día la artesanía es mi vida. Esta es mi forma de devolverle la mano”.
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- Este testimonio es parte del libro Herederas de Isluga, publicado en 2021 por Fundación Artesanías de Chile (@artesaniasdechile), que recopila 18 historias de artesanas Aymara de la Región de Tarapacá. Todas ellas comparten una sabiduría donde se funde su relación con la naturaleza y sus ritmos vitales: son herederas de la tradición textil de Isluga, un poblado ubicado en el altiplano del extremo norte, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, que es considerado la cuna de la textilería aymara. Por el valor de estas historias, estos testimonios son rescatados por Paula.cl.
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